Por José Antonio Gutierrez
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inta de Plata - así llamaban al desaparecido tren que transitaba de Salta a Retiro, pasando por las ciudades de Tucumán, Córdoba, Rosario de Santa Fe y llegando a la estación Retiro en Capital Federal.
Los que en él viajamos aún esperamos su regreso. Colgada en la puerta de una oficina, en el andén de la estación de Salta, todavía está la vieja campana con su soga y el clásico reloj ferroviario... sólo falta el empleado uniformado.
En el imaginario viaje recuerdo la llegada de familiares o amigos que retornaban a fin de año. Una multitud llenaba el andén, esperando a los viajeros del Cinta de Plata. Los pitazos de la máquina se hacen oír a la distancia, retumbando en los cerros y recorriendo el último tramo de rieles... en la curva, hace su aparición a paso lento la enorme máquina negra, tirando su vapor y arrastrando su larga cola de vagones. Lejos del andén, quedará la máquina de donde descenderán “sus pilotos”, enfundados en su overol verde y su gorra de cuero. Camareros, guardas, mozos e inspectores se entreveran con los viajeros.
Estación Salta
Todo era un desparramo de bultos, valijas, paquetes y personas que corrían para tomar un taxi, pero lo que más sobresalían eran las lágrimas para el hijo que regresa de “la colimba” o el estudiante que viene a pasar las fiestas de fin de año.
Cuando terminaban las vacaciones se producía el regreso a Córdoba, Rosario o Buenos Aires. El retorno se hacía en la noche... otra vez mozos de cordel, las valijas de cuero, mujeres con sus largos camisones, las chinelas. Actualmente, esos que tenían camarote serían clasificados como “vip”, clase que era atendida por un camarero y donde sobresalían los cadetes militares.
Las comidas eran servidas en el salón comedor, previa entrega de una tarjeta que identificaba el turno.
Luego, el convoy se integraba con los vagones de primera clase; aquí el equipaje bajaba de nivel, aparecían los paquetes de comida. Pero tampoco quiero olvidar a otro personaje del tren: El revistero, que cargaba el quiosco encima de su estómago y que se irá renovando según la provincia que atraviese el tren. Al final de esta larga fila de vagones, estaba la segunda clase, los que recibían la tierra que levanta a su paso, sobre todo al cruzar Santiago del Estero. Por lo general, eran los que despachaban bultos identificados con enormes rótulos con el nombre del propietario.
Allí se hacía sentir el olor a comida. Los lujosos uniformes de los cadetes eran reemplazados por los de soldaditos rasos, marineritos y estudiantes.
Momento de partida, nuevamente los anuncios los efectuaba el señor del uniforme gris que indicaba la aproximación de “la hora señalada”. En la máquina, el conductor estiraba su brazo para enganchar una arandela que le entregaban desde la casilla del paso a nivel, indicándole vía libre. Con marcha lenta, “la oruga con ruedas” deja la estación... pañuelos al aire, brazos agitados, besos depositados en la mano y padres orgullosos por el hijo que será “dotor”. El enorme reflector de la máquina ilumina en la noche la vía que se va perdiéndose en el sonar del pito y en la curva... sólo se ven las luces de los vagones y la sombra de sus pasajeros.
Recordando aquel tren nocturno pienso en el treinta y uno de diciembre, cuando los pitos de aquellas máquinas saludaban el nuevo año. Aún sueño con su llegada o su partida y me cae una lágrima al pensar que estará en algún galpón cubierto de tierra esperando que alguien los desempolve.
Publicado por Editor Pueblo a pueblo en Septiembre 26, 2006 6:40 PM
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Reenviado por el autor a SALTA Nuestra Cultura en Diciembre 08, 2009
JOSE ANTONIO GUTIERREZ