odos los que viven en la zona montañosa de Los Andes, en mayor o en menor medida, son mineros. Buscadores de tesoros escondidos en la tierra, entre las rocas, que ofrecen para los venturosos, riquezas que muchas veces quedan en estado latente al no poder aprovecharlas sus descubridores. Esta circunstancia desalentó a los habitantes de la zona, quienes dejaron de buscar yacimientos, para solamente tratar de beneficiarse con pequeños logros mediante lavado de arenas auríferas, que suelen encontrarse en los arroyos y demás corrientes de agua, que serpentean entre las montañas desde sus vertientes, que por lo general tienen origen en las altas cumbres coronadas de nieves eternas.
Las primitivas técnicas para buscar el oro, llegó a conocimiento de esa gente a través de la transmisión verbal de esta experiencias, que deben haber comenzado durante el imperio de los Incas. Las altas cumbres azuladas por la distancia, encierran pequeños trozos de cuarzo aurífero, que seguramente caen rodando por las barrancas inaccesibles, hasta alguna quebrada, donde los ojos de agudo mirar de los indios puneños lo descubren entre las piedras que ruedan a las simas, luego de que el sol del día y el frío de la noche, fatiga la resistencia de las rocas hasta despedazarlas, con esa especie de magia que otorgan los elementos al paisaje pétreo de la cordillera.
San Antonio de los Cobres -cuando era capital del territorio de Los Andes- fue escenario de la actividad de uno de esos mineros solitarios y callados. Se llamaba tal vez Sarapura o Calisaya, o Carpanchay. Era bajo, de rostro arrugado y espalda encorvada por los fríos y los soles quemantes de las alturas.
Aparecía de entre el paisaje imponente cuando el sol estaba cerca del cenit, enviando sus rayos verticales sobre la tierra estéril. El caserío que era San Antonio de los Cobres, daba la impresión de irse convirtiendo en polvo, al conjuro de la sequedad del ambiente y de la arena, cargada de mica, que reflejaba en millares de pequeños puntos luminosos la ofensiva de rayos ultravioleta.
Con la cara rajeteada por el viento seco, el indio puneño subía y bajaba las alturas, hasta aparecer caminando por alguna senda que llevaba hasta el pueblo. Solía llegar hasta la farmacia de Martina Fernández, donde hacía sus primeras adquisiciones. Primero sacaba un tubo de vidrio, de esos en que el Ministerio de Salud Pública de la Nación, enviaba pastilla de quinina para combatir el paludismo. Lo destapaba, y sobre la mano seca, dura y rugosa, volcaba el contenido. Eran pequeñas pepitas de oro sacadas del cuarzo aurífero, con una ley de 22 kilates. Hacía pesar el metal, y convertía éste en dinero. No hablaba con nadie. De allí se dirigía a los almacenes del lugar donde compraba harina, coca, yisca, algún abrigo, y se sentaba a descansar largo rato hasta recuperar fuerzas.
Cuando comenzaba el atardecer, retornaba en busca de la senda que lo llevaría al desconocido rincón de la montaña donde vivía. La gente le hacía preguntas que nunca contestaba con claridad. No revelaba su secreto ni aún estando borracho. Cuando se alejaba lo seguían para descubrir el sitio donde conseguía el oro, pero el frío y el viento obligaba a abandonar el intento. Un tiempo le siguieron usando poderosos binoculares, pero las sombras de la noche tragaban su figura, como un misterioso ángel protector que cuidaba del secreto de este hijo de las montañas. La nieve de los inviernos tapaba sendas y quebradas y salir a la cordillera era sumamente peligroso. Cuando se producía el deshielo, al acercarse un mediodía cualquiera, se advertía en la lejanía, bajando por una abrupta ladera, un punto móvil que lentamente cobraba dimensión, hasta que alguien reconocía la figura encorvada del silencioso buscador de oro de las alturas.
Al igual que siempre, apenas llegaba a San Antonio de los Cobres, se dirigía a la farmacia, porque al único a quien tenía confianza era a Martina Fernández, el idóneo, dueño del establecimiento. Luego bebía su alcohol, completaba su avío en el almacén de ramos generales, y cuando la tarde comenzaba a enrojecerse con la puesta de sol, lentamente por el sendero encaraba las altas montañas, entre las cuales pasaba su vida, tal vez extasiado por la imponencia del paisaje sin vida, pétreo e inhóspito, por donde solamente se veía la rauda fuga de los guanacos por las laderas, que en el fondo mostraban el hilo de plata de algún arroyo.
Hubo un invierno muy frío, muy duro, como lo calificaba la gente del lugar. Llegó la primavera sin verdores de la Puna, y no apareció la silueta encorvada del minero, que quedó atrapado por la Pachamama que le había cuidado durante toda su vida, entregándole el oro de sus escondidas vetas y guardando así, para siempre, el secreto que le había confiado su madre tierra.
Fuente: "Crónica del Noa" -12/03/1982
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá