orrían los días monótonamente en aquellos años de comienzo de siglo, cuando el farmacéutico o boticario como se lo llamaba en ese tiempo miraba hacia la calle por la vidriera de su establecimiento que daba sobre la calle Belgrano.
Era el mes de septiembre y los vientos soplaban más tibios y suaves, mientras comenzaban a parecer los bejucos multicolores y las maravillas a los costados del terraplén por donde pasaban los convoyes de cargas y de pasajeros, luciendo vagones nuevos todavía en aquellos años apacibles.
Cerca del mostrador, contra una pared, estaba el teléfono de cajón, con su auricular cónico colgado de la horquilla al lado opuesto donde estaba la manivela de llamado.
Los caramelos de "goma", con su ceniza azucarada empalideciendo los tonos rojos y verdes de estas golosinas medicinales, descansaban en el fondo del frasco de cristal que contrastaba con los característicos y solemnes grandes frascos de vidrio marrón, donde estaban las drogas para preparar las recetas que casi a diario llegaban a su negocio.
Había pasado largos y pacientes años dentro del guardapolvo blanco, detrás del mostrador, preparando recetas de jarabe para la tos, vendiendo "sellos" que componía él mismo con aspirina en polvo y una pizca de quinina, y mirando el letrero que le llegara como "propaganda-obsequio" donde rezaba la conocida leyenda de aquellos tiempos que decía "Tomate Seneguina y déjate de toser".
Lo descolgaba en ese tiempo cuando aparecían los amagos de la primera, reemplazándolo con pomadas y compuestos para amainar picaduras de "bichos colorados" o avispas, aunque para esto último sus clientes solían preferir el barro podrido, que -así se afirmaba- curaba rápidamente sin permitir la dolorosa inflamación que suele seguir al aguijonazo.
Aquí en Salta había dejado los mejores años de su vida atendiendo las necesidades medicamentarias de la población y colocando inyecciones intramusculares y subcutáneas en las trastiendas, en su mayoría de "antipiegena" o "aceite-gomenlado", para contener las gripes traicioneras que solían aparecer junto con los fríos de los otoños e inviernos.
Siempre se divertía tratando de adivinar la letra de su amigo médico que le mandaba preparar en manos del paciente el medicamento, y casi siempre se daba por vencido y a hurtadillas le hablaba por teléfono para preguntarle que cosa había escrito.
Pero ya eran tiempos de retirarse, su hijo que había estudiado en la Capital lo reemplazaría con nueva ciencia, aunque sabía que no se iría a ninguna parte porque su vida era la farmacia y que de alguna manera hasta su muerte seguiría en su puesto aconsejando y ayudando a la nueva generación.
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá