l primer afilador que recorrió las calles de Salta fue un italiano. Llegó seguramente a bordo del ferrocarril y bajó con su máquina extraña que el público quizás confundía con la máquina manual de tizar lana. El sonido armonioso de la brusca escala que soplaba en su flauta, fue el pregón inédito que hizo salir a las puertas de las casa a las encargadas del cuidado del hogar, secándose las manos en el delantal, al haber interrumpido el trajín lleno de aromas de la cocina, preguntaban de que se trataba. Una averiguó al italiano qué es lo que ofrecía.
Enterada de ello, entró y salió nuevamente a la puerta cargada con los cuchillos de mesa y de cocina. El afilador, con gesto solemne sabiéndose el centro de interés de la cuadra, comenzó a mover acompasadamente el pedal que hacía girar veloz la circunferencia de esmeril.
La lluvia de chispas inofensivas arrancaba exclamaciones de alarma a las amas de casa, que veían aliviarse sus tareas, al no tener que fregar, fuerte y pacientemente, la hoja de los cuchillos sobre la dura piedra, traída con trabajo desde la playa del río Arias, para, en ella "asentar" el filo de las armas domésticas, que servían para cocinar como para las comidas. Tras de sus enormes bigotes atusados en punta, el afilador cumplía su tarea lenta y parsimoniosamente.
Cuando llegaba el medio día y hacía ademán de retirarse, le ofrecían un plato de comida, unas empanadas y finalmente el infaltable frangollo. Hacía un alto en la tarea y luego proseguía con el pedal, observando detenidamente la marcha de su labor en la hoja de los cuchillos, mientras el corrillo de niños asombrados le miraba maniobrar, tal vez soñando con llegar a ser afiladores algún día.
Terminaba el trabajo en esa cuadra, y reiniciaba su caminata empujando la curiosa máquina que estaba provista de dos ruedas bajas delanteras. Alejábase aproximadamente una dos cuadras del lugar en que había prestado servicios y nuevamente hacía sonar su pregón de brusca escala musical, que pronto fue la característica del oficio.
Con su atuendo de inmigrante, inconfundible para la década de los años 20, iba así recorriendo las calles de la ciudad, exhibiendo sus pantalones de pana marrón descolorido y su gorra de visera de cartón forrada en género.
Las calles de la Salta apacibles de esos días, los mostraban lentos, solemnes e incansables, cumplir con esta sencilla e importante tarea. En sus desplazamientos solían cruzarse con algún coche de plaza, que pasaba al tranco del caballo, muchas veces en la búsqueda de algún pasajero. Eran los cocheros muchas veces quienes portaban mensajes, de tal o cual cuadra o barrio, diciendo que por favor se acerque por allí el afilador, que lo andaban necesitando. Con un pequeño lápiz, en un trozo de papel arrugado, el solemne trabajador autónomo anotaba cuidadosamente el pedido, para luego, lentamente, dirigirse hacia el sitio moviéndose con orgullo, al sentir que era solicitado como algo necesario por un sector de la ciudad. Así transcurría la jornada, y cuando declinaba el sol, ya sobre el filo de las primeras penumbras de la noche, se encaminaba hacia las afueras mientras comenzaban a encenderse las primeras estrellas del firmamento.
Por una circunstancia misteriosa, los afiladores aparecían en el paisaje urbano cuando comenzaba el otoño. Era difícil verlos en los meses de verano. Como si los calores los obligaran a replegarse a un lugar de descanso desconocido, desde donde salían para los días soleados, cuando comenzaban las calles a llenarse de hojas secas. En los días en que los barrenderos municipales solían renegar cuando luego de amontonar las hojas secas, pasaban muchachos traviesos que de un puntapié volvían a llenar la calle con las hojas marrones y amarillas.
Generalmente el afilador era un hombre ya entrado en los cuarenta abriles. Se mostraba reposado y respetuoso, y dejaba entrever un auténtico orgullo por el sencillo oficio elegido para ganarse el sustento. Así fue durante décadas, hasta que las cosas comenzaron a cambiar. El silbato múltiple casi ya no se usa, y ese pregón que antes llenaba el silencio de las calles, ahora se ahoga en el estrépito del tránsito.
Los afiladores son gente joven, que recorren la ciudad apurados, montados en bicicletas, que con un ingenioso sistema, sirven también para hacer girar la rueda esmerilada, mientras el afilador pedalea sentado en el asiento, de la bicicleta inmóvil. Ya han perdido el gesto orgulloso cuando afilaban la hoja de acero de un cuchillo. Ahora se los ve apurados, mirando de rato en rato el reloj, como si tuvieran un tiempo calculado previamente para la tarea.
También el trabajo mermó al introducirse en las casas, decenas de artilugios fabricados para afilar cuchillos. Por eso el afilador italiano que llegara una mañana fra de otoño por primera vez a Salta, ha entrado a ser un recuerdo, junto a tiempos apacibles que han quedado olvidados en el tiempo.
Fuente: "Crónica del Noa" -22/04/1982.
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá