
                  
no de los personajes de siempre en  los pueblos de nuestra campaña, especialmente en los ubicados en el Valle de  Lerma, ha sido el Cura Párroco, que desde tiempo inmemorial apareció en nuestro  territorio. Los primeros llegaron a estas tierras acompañando a Hernando de  Lerma, pero anteriormente pasaron por los senderos salteños, siguiendo la larga  columna de Don Diego de Almagro, que pasó a conquistar el Norte soledoso y  desértico de Chile. Los párrocos, en su momento, fueron la ayuda espiritual constante  que permitió la unidad comunitaria de los pueblitos que se calcinaban bajo el  sol, en los largos otoños, como en esas primaveras polvorientas y calurosas,  que llenaban de tedio las aldeas silenciosas y adormecidas, que se levantaban a  las orillas de los ríos que van cruzando el territorio de la provincia,  comenzando su descenso en las altas cumbres, donde se acunan los manantiales.  El tiempo y las costumbres fueron cambiando poco a poco, y dieron lugar a la  aparición, ya en los términos de la década de los años 30, de los párrocos  bonachones, prácticos, afectos a la camaradería del lugar, al cual se  incorporaban con llana franqueza sin olvidar por eso sus obligaciones sagradas. 
                                      Hubo el curita jugador de truco.  Durante toda la jornada el párroco cumplía con su sagrado misterio, alternando  las horas entre la capilla donde siempre había habilitado un confesionario, y  la sacristía, hasta donde llegaban ofrecimientos, pedidos y quejas de las  vecinas y vecinos, como también el pedido de asistencia espiritual para algún  enfermo grave. Con la sotana entalcada del polvo amarillento de los días secos,  su silueta oscura y algo agachada, solía caminar por las altas aceras,  construidas para mantener a los moradores fuera del alcance de las aguas del  río cercano, que durante la temporada de las lluvias incorporaba una de las  calles a los cauces que iba cubriendo de piedras la correntada sin control que  bajaba bramando desde las quebradas de las montañas.
                                      Hubo uno, que además de ser  excelente jugador de truco, era un hábil billarista. Jugaba maravillosamente  con el taco y las bolas de marfil, brindando verdaderos espectáculos. Prefería  siempre la "villa", porque en ese juego ingresaban más competidores.  Mordiendo un cigarro de hoja ordinario, cerraba un ojo, y de un golpe certero  con el taco lograba la carambola justa para hacer entre otra bola en la  tornera. En ese tiempo era costumbre que las campanas de la iglesia anuncien el  mediodía. Cuentan que absorbido por el juego apasionante de las bolas  multicolores, solía llegar al borde del horario. Entonces corría con el  taco en la mano, y desde el pie de la torre,  jadeante, gritaba al opa campanero, infaltable en su puesto de vigía:  "Tocá que ya son las doce". El tañido desabrido de viejos bronces  marcaba el momento en que la sombra se ponía vertical. Después llegaba el  almuerzo, el cual solía acrecentarse con los envíos generosos de las vecinas,  que le hacían llegar sabrosos locros, exquisitas empanadas, y unos vinitos para  que "asiente las grasas" de la comida criolla y abundante. La siesta  era el común denominador de toda población, que a la caída del sol reaparecía  en las calles, dirigiéndose hacia la estación ferroviaria para estar presente  cuando pasara el tren de pasajeros. 
                  En las noches, a la luz potente de un farol  con camisa de amianto, se hacían los "sextos" de truco. El ingenio  campeaba en los ocurrentes versos con que suelen cantarse el truco, la flor o  el envido, y el párroco más de una vez, era quien llevaba los laureles en este  original torneo de ocurrencia líricas. Pasaba el tiempo, y a medida que llamaba  a la gente por sus nombres de pila, sus cabellos iban encaneciendo. Llegaban  los días fríos del invierno en que, agobiado por los dolores implacables del  reuma, se arrodillaba ante el altar con un rictus de dolor en el rostro. Las  vecinas preguntaban a diario al sacristán por la salud del párroco, lo que él  agradecía sonriendo en silencio, recostado en su cama rústica, donde pasaba las  horas con un rosario entre los dedos y el dolor atenazándole los huesos.  
                  El médico, por lo general joven, llegaba  trayéndole alivio en las muestras gratis de remedios que le llegaban. Contaba  algún cuento ocurrente y luego de palmearlo se alejaba dejando sus consejos.  Así fueron pasando los días, hasta que no se escuchó la voz reclamando al opa  del campanario para que tocara las doce. Ese día la sombra vertical  marcaba la partida del párroco bonachón y  campechano, que se había marchado con su rebaño de ovejas que lo había estado  aguardando paciente y afectuoso.
                  
                    Fuente:  "Crónica del Noa" -02/05/1982
                   
                   
                  Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá