Salta, como todo el país, contó con un personaje que ejercía un oficio permanente y necesario, que permitía las comunicaciones como el transporte por los interminables caminos de herradura que recorrían valles y pampas de toda la extensión argentina. Este personaje fue el carrero o carretero, que lentamente iba cruzando los parajes en demanda de viejas y solitarias poblaciones, que solían diseminarse a lo largo de la huella, hasta que las casas comenzaban a apretujarse, para desembocar en las ciudades que constituían las cabeceras de las provincias.
El Carretero apareció en las orillas del Río de La Plata, integrando largas caravanas que se internaba buscando sal, acosadas por los malones indios, para regresar a Buenos Aires, no sin antes cargar los cueros y charqui que entregaban los gauchos de la Pampa, y algunos pequeños caseríos que siempre resultaban víctimas de las arremetidas de los salvajes.
En Salta los carreros también cumplieron idéntica misión, como asimismo fueron los que mantenían las líneas de comunicación entre las poblaciones del interior y la capital de la provincia, como el contacto con otras provincias. Pasado el tiempo en que se organizaban las tropas, seguidas de ganado vacuno, caballar y ovino, quedaron en la ciudad los carreros que hacían changas. Los que llevaban cargas desde la estación, como también quienes alquilaban sus servicios para hacer mudanzas dentro de la ciudad o hacia el interior de la provincia.
Existían las llamadas tropas de carros, habiendo sido una de las últimas la de don Silverio Chavarría, que en un tiempo supo ser mandatario de la entonces gobernación de Los Andes. Los carreros de la ciudad se dividían en los que contaban con un carro tirado por mulas, y los que tenían una carreta tirada por bueyes. Este último era por lo general el más pobre y perezoso, como si esa lentitud total se la impusiera la sosegada yunta de ojos negros y mansos, que tranco a tranco avanzaba por las calles empedradas llevando su carga, mientras el carrero dormitaba sentado sobre el pértigo y reclinando su cabeza contra la parte delantera de la carreta construida con gruesos tablones.
Estas carretas nunca iban completamente llenas, y demorándose tal vez medio día, llegaban en un recorrido de un extremo a otro de la ciudad, que no totalizaba diez cuadras de extensión.
Los carreros fueron raleándose de las calles cuando se escucharon los primeros bocinazos de los automóviles que, poco a poco, comenzaron a hacer su aparición en Salta. Cuando corría la década de los años 20 los carros habían mermado su presencia en forma considerable.
Había carreros que salvaron por ese entonces su situación, al ser empleados por la Municipalidad para retirar los tachos de desperdicios. Estos carreros, calzando hojotas y luciendo un sucio guardacalzón de badana, guiaban sus vehículos tirados por mulas, de pie dentro del carro, blandiendo un rebenque de tiento largo, que hacían restallar en las ancas de las mulas. Alzaban entre quejidos y pujos los pesados tachos de metal, y arrojaban a la caja del carro los desperdicios domésticos, donde siempre había latas de aceite donde se notaba la presencia blanca de granos de mazamorra, presa de la voracidad de las moscas que dejaban sus queresas entre la basura maloliente, que se iba acumulando a medida que avanzaban las horas de la mañana. Los carros se zarandeaban al seguir las ruedas de llanta de hierro, los baches de las calles empedradas, donde el guano verdoso de caballos y mulas, se secaba al sol llenando el ambiente del dulzaino aroma de las caballerizas.
Junto a los carros las jardineras rodaban más veloces, llevando pan y leche a los distintos barrios de la ciudad, o verduras y frutas. Eran los vehículos más aceptados por los vendedores ambulantes, que en ellas tenían una especie de mostrador volante, que les permitía ganarse la vida sobre ruedas. Las chatas fueron el anticipo de los camiones diessel de hoy, y una de las más grandes, siempre estaba estacionada sobre la calle España, junto a los grandes almacenes de José Vidal, que proveía por aquel entonces a todos los almacenes de la ciudad e interior de la provincia.
Los carros fueron desapareciendo poco a poco, hasta que las fábricas de automóviles lanzaron su producción, llenando ciudades y carretas con las carrocerías multicolores, que empujaron así hacia el olvido, a los viejos carros con sabor a campo y a colonia, que de vez en cuando todavía asoman al recuerdo.
Fuente: "Crónica del Noa" -10/05/1982
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá