ubo años en que las actividades en Salta estaban muy limitadas, debido a la lejanía de los grandes centros comerciales. Fuera de las labores agrarias poco campo de acción había para la gente joven que iba incorporándose a la vida activa a medida que pasaba el tiempo.
Comenzaron a actuar en Salta los primeros abogados que egresaban de la lejana Facultad de Derecho que funcionaba en Buenos Aires y, junto a ellos, se habían abierto otras posibilidades dentro de las actividades burocráticas ligadas a las leyes. Hacían falta muchas reformas, sobre todo las legales referidas a los títulos de propiedad, ya que se había cambiado todo luego de la emancipación nacional.
Así se puso de manifiesto la necesidad de los escribanos. Por esos años para obtener este título no había que realizar estudios superiores en alguna universidad. Solamente se hacía necesario rendir un examen de suficiencia ante los miembros de la Corte de Justicia de la Provincia, que extendía la correspondiente certificación habilitando al examinado que aprobaba la prueba a que era sometido.
Esto ocurría antes de la terminación del siglo XIX, y no pocos jóvenes de escasos recursos aspiraban a obtener este título que les permitiría ganarse la vida con mejores perspectivas. Entre éstos hubo un joven de carácter risueño y vivaz, que cumplió sus estudios secundarios hasta obtener el título de maestro. Su familia era de escasos recursos, y necesitaba trabajar cuanto antes para aliviar la situación del hogar, donde había fallecido el jefe de la familia.
Gestionó un puesto en el Consejo General de Educación. El contaba solamente 19 años. Sus requerimientos fueron escuchados y le designaron inspector de escuelas primarias. Regresó a su casa un tanto preocupado, porque en aquellos tiempos la gente de campo, bastante montaraz, no aceptaba la ley que obligaba el envío de los niños a la escuela primaria. Por eso el cargo de inspector encerraba sus riesgos y más de uno había sido víctima de la intolerancia de esta gente que no se adaptaba al país que estaba tomando una forma diferente. Así comenzó a conocer todo el territorio de la provincia, recorriéndolo a caballo, ya que ese era el medio de transporte más usado y adecuado de aquellos años.
Así paso un largo tiempo, muchas veces durmiendo sobre su montura junto a los caminos interminables. Fue en una de estas ocasiones en que pensó estudiar para escribano. En la próxima salida que tuvo que hacer hacia el interior, en las alforjas llevaba sus libros de derecho.
Junto a la llama de una fogata, cuando acampaba a la intemperie, leía, ávidamente los textos, soñando con algún día ejercer la profesión sin salir de la ciudad. Pasó el tiempo, hasta que por fin llegó el momento en que rindió su examen ante los adustos miembros de la Corte de Justicia. Pocas horas más tarde era notificado de que se había hecho acreedor al título de escribano público, que era el que se otorgaba en esos años.
Cuando tuvo su flamante título comenzó a pensar lo que habría de extrañar sus viajes por el interior, ejerciendo como inspector de escuelas. Pero en poco tiempo contaba con una clientela apreciable, dado que en sus viajes por el interior había conocido muchas personas que tenían problemas con sus títulos de propiedad sobre terrenos, fincas y edificios. De carácter generoso, nunca cobraba el monto real de sus honorarios y vivía despreocupadamente cubriendo con holguras sus necesidades diarias.
Hubo por ese entonces un grupo numeroso de escribanos, en su mayoría de la misma edad y aficionados a las letras. Armaban peñas, que eran punto de interés del público de Salta, y eran también punto de origen de muchos dichos, cuentos y bromas de diferente calibre, que animaban el alma adormilada de la ciudad.
Entre los cuentos que se hacía, había uno donde se relataba una anécdota de este joven escribano, el cual todavía suele ser recordado por algunos colegas actuales. Según el relato, una tarde llegó a su estudio un gaucho con aspecto pobre, vistiendo ropas típicas, viejas, ajadas y sin calzar botas, cubriendo sus pies con alpargatas. Llegó hasta la escribanía para que le arregle los títulos de una "finquita" que tenía allá al pie de las montañas. La labor no era muy complicada, y el escribano en pocos días pudo cubrir los trámites, conseguir la documentación necesaria y efectuar la inscripción que clarificaba los títulos de la propiedad.
El gaucho, agradecido, fue a abonar los honorarios. El escribano, viéndolo tan zaparrastroso, pensó: "solamente le cobraré el papel sellado" y le dijo: "Son unos cincuenta pesos...". Sacó el gaucho un grueso fajo de billetes y comenzó a contar. Entonces el escribano, componiendo la voz, agregó: "Claro...son cincuenta por un lado, y por el otro...."Dicen que el monto subió extraordinariamente.
Fuente: "Crónica del Noa" -05/06/198
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá