uando los caminos de la provincia mostraban su aspecto polvoriento en el otoño e invierno, y los lodazales durante la época de lluvias del verano, los pueblos del Valle de Lerma, pasaban sus días entre la tranquilidad doméstica que media entre siesta y siesta.
Había una monotonía constante, que parecía arrullar a la gente de carácter contemplativo, que solía hacer alto en sus caminatas, para descansar bajo la sombra de los árboles que bordeaban los caminos de herradura. Pocos eran los automóviles que circulaban, y era común ver los caminos cubiertos por una verdadera marea de vacunos, que a paso lento, siguiendo las órdenes imperiosas de los arrieros, se desplazaba por los caminos en demanda de la entrada a la cordillera, para desde allí, en una sola repechada, llegar hasta territorio chileno, enflaquecidos por el esfuerzo, y por las privaciones a que obligaba el desierto de la puna interminable. Por esos años, cuando estaba en construcción el ramal férreo hacia el Pacífico, solían llegar las caravanas de gitanos.
La primer noticia la daba por lo general un chico de la casa, que corría aterrorizado en busca de la madre, para anunciarle con voz angustiada y los ojos llenos de temor; ¡Mamita! ¡Vienen los gitanos! En esos instantes el niño se representaba imaginariamente ser raptado por la tribu exótica, sagaz y parlanchina, que llegaba sacudiendo la tranquilidad provinciana del lugar. Los comerciantes protegían sus mercancías, las madres sus hijos menores, y los hombres miraban con malicia a las jóvenes gitanas que, descalzas y elegantes, con sus originales atuendos, salían de a dos, buscando ingenuos para adivinar la suerte en la palma de sus manos. Cualquier pérdida de animales y objetos era achacada de inmediato los gitanos y la policía de continuo estaba rondando el campamento, con la amplia carpa circular, en cuyo interior desarrollábase la vida misteriosa de esta gente.
Muchas cosas se contaban de los viajeros trashumantes. Sus habilidades para jugar a las cartas, poderes de brujería, extrañas creencias y costumbres, como su total falta de honestidad. Ello servía para que muchos lugareños, o viajeros transitorios, se aprovecharan de las circunstancias y gustaran un "caldo de gallina", a costa del gallinero de un vecino y de la mala fama de los gitanos. Llevaban éstos una especie de signo trágico que atraía a la gente ingenua, que no podía sustraerse de acercarse al campamento y hacer algún contacto. Todo lo que hacían despertaba asombro y curiosidad, y también una extraña aprehensión, que hacía santiguar a las viejas.
Eran hábiles artífices del bronce y el cobre, y vendían pailas y otros enseres hábilmente trabajados. La provisión de la materia prima para esta producción era desconocida por regla general.
Las carretas llegaban bamboleándose en el largo camino, castigados por el sol inclemente, y alguna madrugada, luego de una larga permanencia, el rosicler de una madrugada mostraba formas difusas todavía, de las carretas lentas y pesadas, avanzando por el camino, bordeado de altos yuyos y de viejos árboles. Los años fueron pasando y las cosas cambiaron. Los gitanos llegan hora en caravanas de automóviles y camiones y se dedican a la compra venta de automotores. Lo hacen en cualquier lugar y en cualquier momento, exhibiendo fajos de tentadores billetes para cerrar el trato al contado inmediato. Las gitanas son más audaces y prácticamente exigen a sus clientes, a quienes predicen la buenaventura, pero ahora pidiendo "un palo" por adelantado. También sus visitas a la policía son permanentes, pero ya no exhiben sus enseres hechos de cobre. Mantienen si el atuendo típico, conocido en todo el mundo, por donde se desplazan con sus carpas circulares, sus aros y abalorios, y las exóticas costumbres y creencias que les llegan desde la lejanía de los tiempos bíblicos, con su historia deformada de faraones y princesas encantadas. Fuente: "Crónica del Noa" - 28/02/1982
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá