
                  
l oficio de sastre fue hasta no hace mucho tiempo muy  difundido en Salta, tuvo verdaderos artesanos de nota, que sobresalían por  sobre el conjunto de trabajadores independientes que habitaban la ciudad.
                  Eran tiempos en que la gente en general, lucía ropas de  medida, porque así lo exigía la manera de ser de la población. Los sastres se  encontraban en distintos puntos de la ciudad, desde la zona céntrica hasta las  afueras. Trabajaban incansablemente, y muchos adquirían especial renombre  contando con clientela  constante, que  abonaba regularmente sus trajes "terno", realizados en telas de  casimir importado. 
                  Por esos años -en la época de las décadas de los años 30 y  40- se usaba elegante vestimenta, siendo especial preocupación de la gente este  detalle. Por ese entonces prácticamente las comodidades del hogar eran  idénticas, al no existir los progresos actuales de los motores eléctricos,  electrónica y demás detalles. La mayor comodidad en esos años eran los  ventiladores, que solían ser entregados al público provisto de paletas de  bronce, y de un motor con fuerte zumbido, que cuando se ponía en funcionamiento  casi eliminaba las conversaciones. 
                  
                  Se daba el caso de que muchos de los sastres en actividad  eran de origen boliviano. Hubo muchos de ellos que ganaron merecida fama por  sus trabajos que eran preciados por su clientela.
                  Según las clasificaciones que solían hacerse, había  sastres especialistas en hacer excelentes sobretodos, a los cuales los  estudiaban como quien va a ejecutar una escultura. La tela se adaptaba a la  anatomía del destinatario de la obra, mostrando la caída donde solía ponerse de  relieve la calidad de la tela con que se ejecutaba la prenda de vestir. 
                  Por lo general los salteños solían encargar a sus sastres  favoritos, dos trajes por año. Eran para la temporada de invierno y la  "media estación" que solía presentarse en la primavera y cuando se  acercaba el otoño. Estos dos trajes, que llegaron a ser clásicos en la vida  diaria local, llegaron a sumar tres, cuando aparecieron los trajes blancos.  Eran trajes de hilo, hechos a medida, y llegaban ya a ciertas tiendas  especializadas en artículos masculinos, los   primeros trajes de lino, de hechura inglesa, que no conformaban las  exigencias de la elegancia  masculina de  aquellos tiempos. Los ingresos pecuniarios de los sastres eran buenos para  aquella época y las facilidades de pago aseguraban una fluidez permanente en la  clientela. 
                  
                  Alumnos de sastrería 
                  Un traje confeccionado a medida, con gabardina importada,  costaba  lo sumo ciento sesenta pesos,  que el adquiriente abonaba a razón de dieciséis pesos mensuales, era en forma  cómoda y continuada.
                  El sastre era generalmente un hombre silencioso, vestido  con modestia que siempre tenía pendiendo de su cuello, con los extremos sobre  el pecho, una larga cinta métrica de color amarillo hecha con un hule suave,  donde resaltaban en negro los centímetros. Trabajaba de pie ante una larga mesa  de madera, cubierta por paños, sobre los cuales tendía la pieza que trabajaba,  luego de haber trazado con una tiza especial, el plano de la misma. La enorme  tijera, era manejada con lenta maestría siguiendo esa ruta demarcada  previamente, líneas que provenían de las medidas que tomaba con ayuda de un  empleado.
                  Esta ceremonia se hacía ante la curiosidad del cliente,  que no alcanzaba a  comprender algunas de  las medidas que le parecían un tanto absurdas, para poder tener un plano  adecuado de su anatomía. El sastre se esmeraba en la confección del saco. Esta  parte del traje debía llegar a los límites de la perfección, pues el  destinatario debía lucir con él, una figura atlética, elegante, con mangas  sueltas y de justo doblez sobre las muñecas. El borde inferior debía ser  perfectamente redondo, y los hombros debían lucir lisos, parejos, marcando una  perfecta contextura física, que en la mayoría de los casos no tenía el cliente.  Estos detalles insumían largas horas de trabajo, lo cual impacientaba al  cliente que quería lucir pronto, en algún día domingo, el nuevo atuendo que llevaría  en los paseos donde la gente solía compartir horas de entretenimiento, que  alcanzaban su máxima expresión en la clásica "vuelta del perro",  especie de calesita del amor donde se ponían los primeros cimientos de futuros  matrimonios. 
                  Después comenzaron a llegar los trajes de confección.  Primero se los denominaba peyorativamente de "cargazón", pero poco a  poco, debido a los inconvenientes económicos, fueron desplazando a los sastres,  hasta llegarse a esta época de camperas y tricotas, que son la ausencia  definitiva de esos magníficos artesanos de tiempo reciente. 
                  Fuente: "Crónica  del Noa" -08/06/1982.
                  Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá