ños atrás, y aún ahora, existe un personaje definidamente salteño, que tan bien suele proliferar en otras provincias, en cualquier lugar donde haya una sobremesa prolongada, humedecida con el paladeo de vinos interminables.
Apareció desde el comienzo de las costumbres camperas del país, y estuvo siempre iluminado por el resplandor rojizo y nervioso de las llamas de un fogón, donde lentamente se cocinaban los "asaos", bajo la luz lunar, que daba el marco suave necesario para estas charlas, donde menudeaban los relatos sobre "casos", que habían ocurrido aquí o allá.
Silenciosamente los contertulios solían persignarse al terminar cada cuento, aprovechando la penumbra del momento donde ocultaban el gesto temeroso que los delataba como impresionados por lo que acababan de escuchar.
Este personaje fue prolongándose en el ambiente que iba transformándose paulatinamente en aldeas, pueblitos y ciudades. Salta -como decimos- contó con este personaje en forma constante, y aún en estos días aparece en las horas aptas para los cuentos de esta laya, en lugares que sirven de reunión nocturna a grupos de bohemios trasnochados que, de vez en cuando, tienen en la rueda a algún "cuentista" que les llena de inusitado interés la rueda cordial, que sigue cultivando las antiguas costumbres del valle.
No hace mucho en una de estas improvisadas peñas, uno de los allí reunidos, luego de escuchar el largo relato de un "caso" con visos espeluznantes, dijo que a él le había ocurrido algo cuando era niño, y nunca pudo olvidar. Todos lo miraron como interrogándolo para que cuente la experiencia vivida, la cual, a no dudar, sería de verdadero interés para todos los comensales.
Fue hace muchos años -comenzó diciendo- cuando yo era muy niño. Tengo la impresión de que estábamos pasando la temporada de invierno, porque solía dormir junto a mi padre o a mi madre, según las circunstancias, y me arropaba al borde de la cama, durmiendo con la tranquilidad que dan al sueño esos años ingenuos y candorosos que transcurren tan velozmente.
La casa era amplia, con dos grandes patios llenos de macetas de barro con plantas de diverso tipo, las que creaban una obligación diaria a la dueña de casa, que vivía pendiente del riego y cuidado de estos habitantes mudos y quietos, que adornaban la casa con sus colores cuando florecían, atrayendo las abejas que solían deambular por los tejados de la ciudad. Los dormitorios también eran amplios y de piso de madera con listones, a la manera inglesa, siempre lustrados con esmero.
No entendía bien qué es lo que acontecía, pero recuerdo que todos andaban tristes, pensativos, y las voces alegres hacía tiempo que no se escuchaban en la casa. Mi padre me trataba con más cariño que otros días, y quedaba largos ratos en silencio, con la mirada vagando, sin fijarse especialmente en nada. Me di cuenta que había en la familia un enfermo grave. Traté de preguntar pero nada me contestaban en forma clara. Una tarde interrumpiendo mi juego con unos improvisados carritos de madera, oí que hablaban de la gravedad de mi abuela paterna, a la sazón alojada en una casa cercana a la nuestra.
Al caer la noche era fácil darse cuenta que algo no andaba bien. Mi padre al llegar la hora de comer no estaba en casa, y por primera vez en mucho tiempo comimos los chicos solos con una muchacha que nos cuidaba. Todos guardábamos silencio presintiendo algo triste y dramático. Cuando llegó mi padre hacía ya rato que yo dormía en su lecho, con un sueño pesado y agradable. Se acostó al lado mío, me tapó con cuidado, y al poco rato dormía algo inquieto. La última sensación que tuve fue la de la sábana blanca con una especie de encaje que me rozaba la cara. De pronto me desperté con una helada sensación de horror. No atinaba a comprender que me ocurría. Noté que no podía moverme y mi voz se negaba a salir. Una especie de aliento frío sentí en la mejilla, y en la oscuridad vi como una sombra cerca del lecho. Quise gritar y no pude. De pronto me estremecí de miedo al sentir como una especie de garra arañaba el encaje de la sábana que me llegaba a la cara. Esto se prolongó varios minutos que para mi fueron una eternidad. Me sentí vencido, inerme ante algo fantasmal que así de improviso me llevaba al límite de la vida terrenal y el comienzo del más allá. Pasó el instante y luego de vencer el miedo quedé dormido. Cuando desperté no estaba mi padre. Más tarde oí que mi abuela había muerto aquella noche. Nunca me animé a contar lo que había sentido". Todos quedaron en silencio luego del relato, pensando si alguna vez ellos tuvieron una experiencia parecida.
Fuente: "Crónica del Noa" -12/05/1982
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá