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Los Botelleros

ay tiempos que han pasado por la ciudad de Salta, como por otras del noroeste argentino, que mostraron personajes que los caracterizaron, poniendo una nota especial con sus pregones en las calles silenciosas de esos años idos, que fueron escenario de tantas inquietudes de toda índole que quedaron en eso. En inquietudes pero que sirven para demostrar que por sobre la tranquilidad apacible de los salteños, siempre predomina un espíritu inquieto, alimentado con ideas europeas que desembocaban en alocadas ansias de progreso industrial, que desaparecían bojo el polvo que levantaban las pezuñas de los vacunos, que en tropas ondulantes, marchaban a través de la cordillera mostrando que éste era el verdadero recurso y que lo daba el campo.

Fue por esos años que aparecieron oficios que hablaban de la existencia de hechos concretos, que nos llevaban, contra todas las corrientes de gran presión, hacia una etapa de industrialización alentada por los hijos de los millones de inmigrantes que habían llegado a nuestras playas, cargados de valor y de esperanzas. Y uno de esos personajes con un pregón desconocido para Salta, llenó de pronto las calles con su grito cargado de acento extranjero. Fue el Botellero. Su anuncio por las calles sonaba como un toque agudo de clarín, con modulaciones casi idénticas a las del pescadero.

Llevaba delante de sí un rústico carrito que empujaba prácticamente con una mano, inclinando todo su peso sobre el vehículo, mientras que con la diestra ahuecada ante la boca, protegía el grito prolongado y casi intangible, donde anunciaba que era el Botellero. Este pregón nos llegaba a Salta desde la lejana y entonces legendaria Buenos Aires.

Los vecinos de la ciudad. Movidos por la curiosidad salían a la puerta de las casas, haciendo callar a los perros, para ver de qué se trataba ese nuevo grito, que a las amas de casa les sonaba como el de un nuevo vendedor ambulante, que ofrecía alguna mercadería, apta para ser llevada a la mesa familiar.

Con sorpresa vieron por primera vez, este extraño personaje no llegaba a vender sino a comprar. Le veían cargar su carrito con botellas que abonaba a cinco centavos cada una -siempre que no fueran envases de cerveza- y que quedaba pensando en aquel hombre, con su delantal largo y escasos botones, que al llegar a las esquinas rompía a golpes las botellas de vidrio verde, para así disminuir el volumen de la carga.

Muchas amas de casa no aceptaban el pago humilde del botellero, y le pedían como un favor que las librara de los envases vacíos, que solían a veces ser delatores de las inclinaciones etílicas del jefe de la familia.

También adquiría trozos de vidrio plano, los que arrojaba  al carricoche, donde estallaban en una especie de espuma sólida que iba llenando los intersticios de la madera del carruaje. Sobre el empedrado desigual iba empujando su carrito que al mediodía mostraba como un pequeño promontorio de vidrios rotos en su centro. El sol iba apretando y transpiraba en el esfuerzo que no cesaba un instante. Partía hacia las afueras donde solía vivir en un amplio baldío, donde, en sus horas de descanso robadas al trabajo, construyó una rústica pieza donde dormía y preparaba su comida. Le gustaba el pescado que freía en un brasero, usando una laja a manera de sartén. La cebolla era una de las  verduras infaltables que devoraba con fruición, masticando pan crocante que compraba cuando aún no había aparecido el sol.

Pocos pensaban a que obedecía la presencia de este nuevo "marchante" en las calles dormidas de la Salta de ese tiempo. Casi ninguno se daba cuenta que era la avanzada de la naciente industria, que allá junto al puerto de Buenos Aires comenzaba a levantar lo que años más tarde sería el bosque de la chimeneas que vela por un futuro diferente al que nos querían imponer intereses extraños, aliados a ocultos intereses no muy argentinos, que presionaban como enemigos acérrimos del progreso de la República.

Esos puñados de vidrio iban sumándose por todo el país, y llegaba luego a la primer fábrica de vidrios y cristales que ya funcionaba en la metrópoli lejana. Era la fábrica "Pini" que pocos años después de su inicio, devolvía esos vidrios rotos  convertidos en artísticas piezas de cristal que adornaron y equiparon las mesas familiares de nuestra vieja Salta de antaño. Su pregón ha perdido la ciudad, porque la evolución industrial cuenta con mejores recursos, pero el sencillo botellero fue para nosotros el anuncio del nacimiento de una nueva etapa en la vida argentina.

Fuente: "Crónica del Noa" - 08/05/198

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá

 

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