l ejercicio de la medicina en el interior de la provincia, muchos años atrás, era un verdadero apostolado, que no muchos galenos se animaban a emprender. Existen nombres ya olvidados, de médicos que llevaron alivio y la esperanza, sobre todo en las noches solitarias y aisladas de nuestra vieja campaña. Entre ellos, surgen a la memoria los nombres de los doctores Decore y Romero.
El doctor Decore ejercía en Metán, mientras el doctor Romero atendía las localidades de Rosario de Lerma, Cerrillos, La Merced y todo el rancherío de esos lugares. Allá por los años 20, el doctor Decore visitaba sus enfermos en un viejo sulky, que el mismo manejaba por los callejones polvorientos. Pocas medicinas había por aquel entonces. La presencia física del médico, era en realidad lo que alentaba la lucha contra la enfermedad entre los abatidos por algún mal. Vino con quinina, era uno de los remedios infaltables, como también ruda macho, el agua de "quimpe" y las tisanas. Las drogas conocidas eran alrededor de cuatro, y el médico debía hacer de químico preparando fórmulas en su receta. El dinero era escaso y la gente muy pobre. Era común verlo al doctor Decore -dicen los memoriosos- llevando en su vehículo gallinas, huevos, alguna perdiz y los ricos bollos de semita. Eran sus honorarios médicos, que se sumaban a la satisfacción de haber ayudado al prójimo. El doctor Decore trabajó muchos años en los desconocidos caminos vecinales que serpenteaban entre Metán, Metán Viejo y Rosario de la Frontera, hasta que llegó un médico joven a reemplazarlo. Pocos o nadie se acuerda de aquellos años, cuando hablar por teléfono significaba protagonizar una excitante aventura.
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El doctor Romero ejercía su profesión por los años 25, teniendo su sede en una finca ubicada entre Cerrillos y Rosario de Lerma. Al igual que el doctor Decore, echaba mano a las tradicionales medicinas vernáculas, que incorporaba a la escasa farmacopea de esos años. Era alto, joven, viajaba en un "Ford" modelo 1925 -flamante para su época- y siempre se le veía vestido de gaucho, con un traje blanco y botas negras. Fue de carácter serio, poco dado a las bromas. Le gustaba el mate, y todas las costumbres criollas, adquiridas en su adolescencia que transcurrió en la zona de Cerrillos, antes de ausentarse para obtener el título de médico. Se mostraba incansable en sus recorridos prodigando atenciones y en noches de tormenta, entre relámpagos y truenos llegaba a visitar a sus pacientes cuando temía por la vida de alguno.
Una noche de verano llegó la noticia a Cerrillos. Al principio nadie podía creerlo. Había muerto el doctor Romero. ¿Pero cómo? Si no había sufrido ningún accidente y estaba sano como un "roble", al decir de la gente.
Luego fueron conociéndose los detalles de su inesperado deceso. Estaba tomado mate que le servía una solícita mucama que le acompañaba desde hacía años, desde el hogar de sus padres. Al mismo tiempo, con un palito, colocaba polvo de cianuro de potasio a las hormigas que estaban destrozando su jardín.
En una de las idas y venidas, hasta la cocina, para cebar otro mate, la muchacha volvió y no alcanzó a verlo. Llamó y nadie contestaba. Por fin, bajo de una hojas de una enredadera, alcanzó a ver que emergían las botas negras. Previendo la tragedia lanzó un alarido de terror. Corrió un par de kilómetros e busca de ayuda, hasta llegar a una casa cercana.
Rodearon su cuerpo varios agradecidos vecinos, a quienes alguna vez atendiera. El sepelio de sus restos fue un hacinamiento de personas llorosas y al mismo tiempo asombradas. Era difícil para ellos comprender que un médico fuera vulnerable a los tóxicos químicos. Todo terminó en forma rápida, y el vecindario quedó entristecido, aguardando al médico que iría a reemplazarlo, lo cual solía demorar a veces más de un año.
Fuente: "Crónica del Noa" -19/09/1981.
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá