ntre los años que van de la década de 1910 a mediados de la de los años 30, había un oficio o personaje en Salta, especialmente en el Valle de Lerma, que se destacaba por su oficio, sencillo, simple, fundado en la buena voluntad para ayudar al prójimo, actitud que aseguraba por este motivo, una mejor remuneración, ya que ésta se fijaba sobre el grado de reconocimiento de quien recibía la "gauchada". Este personaje era el de "La Yunta", como solía llamársele. Se trataba de un peón de campo, calzado con hojotas y con pantalón arremangado, que tenía a su disposición una yunta de paciente bueyes, que por lo general no eran de su propiedad.
Siempre aparecía en el momento oportuno, sobre todo durante el verano, junto a un pantano o a una corriente de agua crecida que dificultaba ser vadeada por los vehículos. Durante el lapso señalado aparecieron los automóviles. No en gran número por cierto, pero en una cantidad suficiente como para constituir un factor de trabajo. Por este tiempo los caminos eran pesados, trazados sobre los caminos de herraduras, donde el polvo se acumulaba, y durante las temporadas de lluvias del verano, se formaban lodazales que las nobles máquinas mecánicas no podían vencer, ya sea por la poca potencia de sus motores, o por la profundidad de los barriales que atrapaban hasta los ejes al vehículo.
El que manejaba la yunta de bueyes estaba siempre en la sombra, debajo de algún paraíso o algarrobo que bordeaba el camino en las cercanías del pantano o arroyo crecido. Los bueyes adormilados rumiaban lenta y pacientemente, mientras el peón, rústico, de color terroso, con las canillas cubiertas en parte por una costra de barro seco, succionaba su interminable acuyico, entrecerrando los ojos ante los reflejos de los rayos del sol.
Desde lejos observaba la nube de polvo que levantaba el automóvil que se acercaba a los tumbos, saltando sobre los baches del camino.
El vehículo llegaba hasta el borde del pantano que se destacaba oscuro, casi negro, sobre el blanco amarillento o gris piedra, del camino sinuoso. El conductor detenía la marcha, observaba el pantano de la orilla y vacilaba. Lo detenía en sus intentos la quieta soledad del lugar, por donde solamente se veían animales sueltos sobre la ruta. Cuando volvía nuevamente a enfrentar el volante, era después de divisar la silueta quieta del peón casi dormido, agarraba en al diestra el largo tiento atado en la oreja izquierda del buey que guiaba la yunta. Entonces se animaba a intentar el cruce. Rugía el motor y chirriaban los engranajes cuando colocaba la palanca en primera velocidad. Cautamente comenzaba a ingresar al profundo lodazal y avanzaba de a centímetros, girando locamente las ruedas tractoras, mientras el coche iniciaba un movimiento suave y sinuoso, como si anhelara salir fuera de control. Así avanzaba unos pocos metros, hasta que las ruedas con un furioso chirrido giraban sin alcanzar terreno firme. Entonces apagaba el motor y tocaba el claxon. El peón parecía despertar bruscamente y corría hacia el automóvil, caminando entre el lodazal como si éste no existiera. El conductor pedía ayuda, y con breves palabras y gestos afirmativos, el peón luego de sacarse el sudado sombrero de anchas alas, volvía junto a la yunta y la conducía tranco a tranco hasta colocarla delante del coche empantanado.
Una gruesa cadena estaba sujeta al yugo, atada al eje delantero del automóvil, y con la diestra levantaba el rebenque de cabo corto y tiento largo, que llevaba pendiendo sobre su hombro derecho. Los bueyes comenzaban a caminar con su característica lentitud, y sin el menor gesto de esfuerzo arrastraban al automóvil fuera del lodazal. El conductor agradecido preguntaba cuanto valía el servicio, a lo que invariablemente contestaba el peón humilde: "lo que sea su voluntad patrón". Y casi siempre había dos pesos, buena paga si se tiene en cuenta que el mayor jornal de la época llegaba sólo a tres pesos diarios.
Este personaje, como otros ayudantes, también aparecía en las orillas del río Arias, cuando estaba la "pasarela", estrecho puente de madera construido con largos y delgados troncos, que era evitado por los automovilistas durante las crecientes. Cruzaban por el cruce con la ayuda de estos grupos, que han desaparecido de los caminos de Salta a medida que fueron construyéndose puentes y alcantarillas, para cubrirlos luego con el pavimento que hoy tienta a las altas velocidades en las rutas.
Fuente: "Crónica del Noa" -08/07/1982.
Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá