Volver Mapa del Sitio
Los Viajantes

l oficio o profesión de viajante de comercio tiene que adaptarse a las circunstancias, al medio, a las personas. A esas personas no siempre bien humoradas que son los clientes potenciales, que deben  adquirir la mercancía, que el siempre fumador viajante  le ofrece en tono amable y convincente, sobre todo cuando se trata de la primera visita.

En Salta los primeros viajantes fueron vernáculos. Es decir salteños parsimoniosos, que basaban su labor, de escasa posibilidades de éxito, en la amistad personal, o en una especie de sumisión al comerciante minorista, que no siempre mostraba acertadas luces, tanto en el trato como en sus adquisiciones de mercancías.

El norte de la provincia era distinto en este aspecto al Valle de Lerma. Allá se estaba produciendo  un fenómeno económico, mínimo si se quiere, pero que hacía proliferar comercios en todos lados, de diversa laya y quienes andaban por esos lugares tenían por lo general espíritu aventurero, audaz, y sobre todo era gente comunicativa, lo que permitía un mejor desplazamiento y ejercicio de sus tareas a los viajantes que solían partir afligidos desde la ciudad de Salta.

Entre este conglomerado de inquietos vendedores ambulantes a larga distancia, hubo uno que se destacó por la especial adaptación al carácter de un núcleo social, aislado y completamente cerrado a lo que sea una innovación en sus costumbres. Dicen que era tucumano y que casualmente hizo un viaje por la zona subtropical de Salta. No fue a Orán ni Tartagal. Lo llevó un amigo hacia Rivadavia Banda Sur. Fueron en tren  en un largo viaje por el ramal a Barranqueras, que sale desde Metán. La meta señalada era la estación  La Estrella. Cuando llegó quedó impresionado por el paisaje, donde el calor y el vaho de vapores de pantanos cubrían el ambiente. Los mosquitos zumbaban en gruesas y amenazantes nubes en movimiento, mientras desde el monte cercano llegaba el canto coral de los coyuyos, en una sinfonía monótona y ensordecedora por momentos.

Los esperaba un viejo camión desvencijado, con la caja hecha con tablones desparejos. La pintura verde del vehículo, casi desaparecía bajo el barro de tierra  colorada que comenzaba a secarse fuertemente adherido a la chapa de metal. Subió con su amigo al incómodo carricoche y comenzó el viaje hacia el poblado. La huella profunda avanzaba sinuosa, interrumpida a ratos por amplios esteros, restos de las lluvias violentas del verano. La foresta pobre, hirsuta, mostraba su derrota ante el avance de los vinales, que tétricos se levantaban en el paisaje con sus ramas y largas vainas puntiagudas. En un bañado de cierta profundidad asomó sus ojos de batracio un yacaré que los observó con una quietud de piedra mientras pasaban el charco lentamente, entre los rugidos del motor humeante del camión.

Llegaron al poblado y allí conoció las costumbres de la gente del lugar, que llegaron poco a poco a curiosear lo que estaba ocurriendo. Supo que la casi totalidad de los pobladores eran propietarios de hatos de ganado vacuno, que vendían regularmente en esa época, llevándolos los compradores hacia los mercados de consumo por la vía férrea que pasaba por la estación La Estrella.

En general era gente que contaba con dinero, pero que no vivía cómodamente, por la simple razón de desconocer las comodidades. El principal poblador contaba con un pequeño grupo electrógeno que le permitía el funcionamiento de una heladera, que era el alivio de todos.

Los gauchos llegaban allí y bebían algo fresco, pero sin pensar nunca en tener un aparto como ese. Regresó a Tucumán y al poco tiempo apareció en escena. Venía en el camión verde y llevaba en la caja un sinnúmero de heladeras a querosén. Visitó penosamente cada ramada donde vivían los ganaderos rústicos del monte. Les pedía que le cuidaran la heladera hasta que él volviera, pero se las dejaba funcionando, enseñándoles el modo más adecuado de usarla. Partió  nuevamente a Tucumán y al cabo de dos meses, cuando se aproximaba la época de las lluvias retornó. Volvió -así dijo- para recoger las heladeras. Cuando llegó al primer sitio donde había dejado una el dueño de casa, con aspecto agresivo, luciendo su atuendo de gaucho de la selva lo esperaba. "Aquí tiene su plata -le dijo- y me deja la heladera. El querosén lo vende el gallego del almacén  de ramos generales". Así le ocurrió en todos los casos y dicen que logró materializar la venta masiva mayor de heladeras que hiciera la firma que representaba.

Fuente: "Crónica del Noa" -29/06/1982

 

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá

 

La Salta del ayer - recordemos quienes eramos, para saber quienes somos
Todos los derechos reservados portaldesalta 2010/2016