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Las Lavanderas

ntre la década de los años 20 y 30, había en Salta un oficio a cargo de mujeres, que prestaban un servicio muy necesario y permanente en la ciudad adormecida, de días plácidos y tardes tibias. Este oficio era el de lavandera.

Las lavanderas eran imprescindibles para la vida hogareña de la Salta de esos días, ya que eran quienes mantenían la higiene y la elegancia, entre las familias que podían darse el lujo de no lavar toda la ropa en casa. Por lo general las lavanderas habitaban cerca de las riberas del río Arias, en los otoños y en los inviernos largos, por el viejo cauce que le eliminó la entonces Dirección de Irrigación de la Nación.

Llegaban estas mujeres caminado hasta la zona céntrica de la ciudad, donde trataban con tono de humildad bondadosa, sobre las condiciones del trabajo. Llegaba acompañada de una hija menor de unos ocho años, o una nieta, que solía mirar azorada a la patrona, mientras agarraba una amplia y larga falda de su madre o abuela.

El trato era verbal y hecho poco menos que con monosílabos. Debía lavar las sábanas, fundas de almohadas y en general las llamadas "piezas grandes", donde estaba incluidos manteles y servilletas. También  se sumaban algunas prendas de vestir, aunque no muchas. Entonces la lavandera partía con un gran atado hecho con una sábana blanca que portaba sobre su cabeza erguida, recta, conservando el equilibrio de la carga con una extraña naturalidad que le venía desde muy lejanos tiempos.

La labor cobraba contornos especiales durante la época tibia que comienza en el mes de agosto. Las aguas del río Arias corrían  todavía lentas y cristalinas, y a lo largo de la orilla, allá por el cruce de la calle Córdoba, se juntaban las lavanderas, que solía conversar en el descanso, entre sábana y sábana, que tenían jabonadas, semisumergidas en el agua, bajo la sombra incipiente de sauces de hojas maduras de tierno verdor, que comenzaban a acrecentar su sombra para esos días.

Los chicos, los changos, con botellas perforadas iniciaban sus  prácticas pesqueras, atrapando mojarritas que más de una vez, en una lata sobre un improvisado fuego, fritaban y comían y cuando se acercaba a ofrecer a la madre o abuela lavandera el inesperado manjar íctico, eran rechazados con agrias protestas, pues la infantil gentileza amenazaba con poner lunares de aceite en la albura de las sábanas recién lavadas. Mientras se cumplía esta labor, cerca de las lavanderas, pero más adentro de las aguas del brazo del río, estaba los carros y carretas.

Unos lavando los tablones de la caja para  aliviarlas del hedor de alguna carga poco recomendable y otros cargando ripio, que a paladas iba llenando poco a poco el carro, mientras los bueyes con los ojos entornados, rumiaban plantados con el agua cerca de los codos, inmutables como verdaderas estatuas.

Más allá, entre el monte que solía circundar la orilla derecha del río, se escuchaba el ruido de las hachas porque había cebiles, que eran abatidos sistemáticamente, para convertirlos en  leña que alimentaba las necesidades hogareñas de la ciudad.

De vez en cuando algún muchacho lograba  pescar un dorado, de esos que inesperadamente llegaban al lugar desde aguas arriba,  y exclamaciones de asombro corrían a lo largo de la orilla, donde interminablemente se escuchaba el golpe acompasado de las lavanderas de manos morenas, curtidas por el agua, cuya piel mostraban esas llagas pálidas de bordes inflamados, que causan las excesivas inmersiones de la piel.

Cuando el sol comenzaba a declinar y a alargarse las sombras, las lavanderas "churmaban" la ropa. Algunas hacían breve descaso para amainar la agitación  de su aliento y continuaban torciendo las grandes sábanas de hilo, para extraerles el agua.

Ya envueltas en la penumbra regresaban a la casa pobre donde cruzaban los patios de tierra, cercados de "quinchas", los alambres de fardo usados como sogada  para secar la ropa. Después del planchado acomodaban cuidadosamente las prendas lavadas, inmaculadas en su blancura, y caminado con  el atado sobre la cabeza, llevando siempre a la pequeña agarrada a la pollera, distribuían la ropa limpia, percibiendo en pacientes esperas, la magra paga por su labor.

Nadie recuerda cuando se fueron del río las lavanderas. Fue seguramente cuando comenzaron a funcionar los lavarropas eléctricos, otro de los adelantos que nos hicieron perder parte de ese pasado amable y tranquilo que tuvimos alguna vez.

Fuente: "Crónica del Noa" -20/06/1982.

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá

 

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