Niña
en el jardín
Era pequeña en la luz del sol
y del jardín: un gozo en la piel reciente
y en el relámpago de sus aros.
Los árboles creciendo en el horizonte
hacia un porvenir que les pertenecía.
Bajo la pulsación del último verano
descansaba sus ojos en el verde
y en la habitación más profunda de la casa
el abuelo hacía el amor.
Entre milenio y milenio ambos
se habían repartido el tiempo.
Llamando
a Rimbaud
Pero qué ocurre
con tu esqueleto sin intervenir:
aquí está occidente cocinándose
en su agonía sucia, pero indemne todavía
a la espina iluminada
que le clavaste en su costado.
Qué tal entonces una instantánea resurrección
regresado a tus ojos azules
y a tu pierna perdida
y venirte a bailar un rock con los muchachos.
Sería bueno que trajeras algo
del sol desesperado que devoraste en África
y la cólera de tu chispa de oro
para alumbrar la danza de la nueva vida.
Venite a darles respiración sublevada
contra el viejo desierto,
ayúdalos a robar el fuego, a reventar el Super Shopping
y expulsar del planeta a sus altos funcionarios
con exactas escupidas
en la plena mentira de sus ojos.
Estos cantores
Desde 1896 yace en el cementerio de Lomas
un payador suburbano llamado Vázquez.
Año tras año acuden cantores
que apoyan el pie izquierdo al borde del sepulcro
y hacen sonar sus guitarras.
Una vez que los escuché
pensé que la música llegaba
hasta los huesos del payador muerto
y que el esqueleto ensayaba un delicado movimiento.
Puse toda la fe posible para que eso fuese cierto,
para que todos nosotros
pudiéramos ingresar a un soñado simulacro
y el payador en la vida que estábamos debiendo.
Mutaciones como estas espera el mundo
para que el sacrificio de los cantores tenga un sentido.
Inmigrantes,
1910
Gruñen feroces los italianos.
Dino Campana desembarca entre ellos,
puerto de Buenos Aires 1910. Comienza
la siniestra aventura de una esperanza.
Una fotografía los agrupa después en lo desconocido.
Cinco varones secos, marrones, enjutos
contra la ciega brutalidad de América
y la fatiga de un martillo infinito.
Allí están todavía
esperando a sus pies
la rosa blanca de la bienvenida
como si nunca hubieran concluido el viaje.
En el centro de la escena
alguien pulsa una mandolina en su regazo
eternamente a punto de soltar un acorde
que dignifique la humillación de la gran mudanza
y la demanda de una respuesta
en esos ojos que miran
ávidamente dispuestos a todo.
Muchacha
en el balcón
Combustión en la altura, muchacha de la época,
pulido y fresco felino brotado
de sucesivos barros dolorosos,
vean cómo desplaza su liviana carne solar
ondulante de música en el balcón abierto.
Ahora que inclinada hacia el cielo
se dispone a volar
vacila ante un llamado quejumbroso, soplado
desde una sanguínea pulsación.
Entonces está allí, oscilando
entre el anhelo de perderse en lo azul
y el de permanecer, seguir perfeccionando
las terrestres formas venideras.
La
abuela
Mi recuerdo principal sigue en su mano.
Su mano
que alguna vez en el siglo pasado
fue melodramática y carnal,
y que pasó del mar directamente a la cocina
para encender el fuego y convertirse
en vanguardia inteligente
de una conciencia de lo justo; cargando
con las trifulcas y disgustos de la familia,
arropando a los que dormían inquietos en invierno,
desafiando el luto
con la aceptación de todo lo que sucede,
sabiendo que lo torcido y lo derecho
terminan por enfilar en un solo rumbo.
Su mano
respiración y poder articulados
entre objetos sabiamente sometidos,
y yo, que llegué cuando cerraba por última
vez el horno,
para decirle que nada hay más hermoso que un huevo
ni más vivo que una mano de abuela en la cocina.
Escena
con Chaplin
Al final de un helado y negro callejón de nuestro
tiempo,
suburbio de aflicción,
un despertar policial luego del sueño con serafines.
Así, entre muros sin solución y crueles tabernas
una y otra vez el paraíso fracasa. Ninguna certeza
se desprende del sueño, sino alas despedazadas,
flores de papel sobre una sucia desolación.
¿Hay alguna clase de fe en desventuras como estas?
¿O es que el error está en todas partes? En
la escena
lloverá sin término; algo cegado y mecánico
seguirá ordenando el movimiento: vidas y objetos
entrevistos como desatino absoluto.
Mientras el comediante se desvanece
en la sinrazón de unos zapatos que huyen
de un extremo al otro de la humillación.
La
anémona
Frente a mi rostro sometido,
martirizado por la intemperie mental,
una anémona pequeña
pinta su espacio propio color violeta atardecido
y el círculo morado de su centro fecundador.
La anémona cae en mis ojos
tranquila y fácilmente como toda cosa bien hecha,
mientras el resto sensible
se torna confuso como un mundo naufragado.
Sensual continuidad
que reúne los tristes fragmentos
de mi conciencia diseminada por la marea de nuestro tiempo.
La anémona se abandona y aísla
para que yo use de su verdad
y goce la fiesta de estar presente:
suave y erguida
en el agua de un vaso turbio,
confiada a una certidumbre desconocida.
Viaje suspendido
Un soplo de viento gris en la ventana
te arranca del sueño. Te espera
un avión embargado en el aeropuerto.
Dudosas promesas de una época distinta:
¿te alcanzará la fe para tanto
o te dispones a un viaje de vencido?
Alzás el bolso donde has apilado
ropas y papeles, caminás hacia la puerta
y al aferrar el picaporte tu mano
descubre la náusea del umbral y retrocede.
De pronto se ha inclinado tu espinazo
y la revolución está muerta:
se fue sin despedirse
en un recodo tumefacto de nuestro tiempo
sin saber hacia dónde. Así que volvés
a la misma cama donde la soñaste.
Entonces te aferrás
al cráneo pulido de Marx
que tantos mártires engendrara
para dar mundo a la justicia. Y vos
tendido, demasiado fatigado
para alcanzar el tren
de aquel enorme pensamiento y su verdad sin tregua
aplicada al suspiro de la criatura acosada
con todo un siglo por delante.
JOAQUÍN GIANNUZZI (1924-2004)