El Carnaval es la fiesta de la alegría, del desenfreno, del exceso; es la fiesta por antonomasia, pues con denominación diversa y características distintas aparece en todas las épocas y culturas más dispares. Como simbolismo general, el carnaval representa cierta alteración del orden que organiza la sociedad durante el año; donde las jerarquías y los roles se confunden. Y en nuestra tierra, y especialmente en el interior, la fiesta toma características propias que la identifican.
Los Kiobas de Rosario de Lerma
En nuestra ciudad asociada a los corsos, el carnaval rememora las tradiciones europea con aquellos desfiles de «carros ornamentados y grupos de comparsas». Y están las carpas, la máscara, el disfraz y el juego con agua, harina o pintura hasta la embriaguez.
En otros lugares de nuestra vasta geografía, el carnaval viene a asociarse a los ritos precolombinos y propiciatorios de las cosechas y las deidades de la tierra que se realizaban mucho antes que se denominara como tal a esta fiesta.
El "jugar con agua" en carnaval alude a una intención purificadora, tal como ocurre en ceremonias bautismales y de exorcismo, donde el líquido elemento cobra poderes de desencantamiento o prodigios mágicos.
Ya en la antigüedad clásica se utilizaban pilas con agua y ramos de olivo para purificar a los visitantes. Además, en antiquísimas referencias europeas, el agua no sólo figura como una manera destacada de celebrar el carnaval, sino que haya similitud en su igual intención purificadora. En Génova, por ejemplo ya en 1588 se utilizaban huevos rellenos con agua para arrojar desde las ventanas. Estos serían pues los antecedentes más elocuentes de las actuales bombuchas.
Ya en 1820 un anónimo viajero inglés, que vivió en Buenos Aires, relataba que llegado el carnaval se ponía en práctica "una desagradable costumbre: en vez de música, disfraces y bailes, la gente se divierte arrojando cubos y baldes de agua desde los balcones y ventanas a los transeúntes, y persiguiéndose unos a otros de casa en casa. Se emplean huevos vaciados y rellenados de agua que se venden en las calles. Las damas no encuentran misericordia, y tampoco se la merecen pues toman una activa participación en el juego. Más de una vez, al pasar frente a ellas, he recibido un potente huevazo en el pecho. Quienes por sus ocupaciones están obligados a transitar por la calle salen resignados a soportar el obligado baño. Los diarios y la policía han tratado de reprimir estos excesos, pero sin éxito alguno".
Imagen de Los Kiobas de Rosario de Lerma
También se cuenta que Rosas, el mejor jinete de su tiempo, no dejaba nunca de mostrar sus habilidades en carnaval. Solía llegar al galope frente a las casas de algunas bellezas porteñas, sofrenaba el caballo hasta ponerlo en dos patas y mientras lo hacía girar por completo en su posición, arrojaba a los balcones un ramo de flores.
En el escenario calchaquí probablemente la fiesta de la chaya indígena aluda al término quichua "challa", que significa desparramadura o rociadura de un líquido. En este sentido el juego con agua no sólo sería una tradición europea, sino, coincidentemente, una supervivencia autóctona. Lo cierto es que esta práctica estaba arraigada en el Valle Calchaquí ya a mediados del siglo pasado, y pervive hasta nuestros días algo debilitada, aunque el domingo de carnaval es de diversión obligatoria.
Al jugar con agua todos se empapan a más no poder y la idea es dejar al adversario "chumuco", aludiendo al ave acuática de aspecto enjuto. Los bandos se forman a veces entre los de a pie y los de a caballo y en muchas ocasiones los juegos son llevados a niveles de agresividad que devienen en lastimaduras o daños físicos diversos. Estos brotes de violencia preocuparon a las autoridades de todas las épocas, a tal punto que el virrey Ceballos, en el año 1778, propuso al Cabildo una ley para prohibir el carnaval.
Actualmente la gran industria ha contribuido a refinar las tradicionales costumbres del carnaval de antaño, imponiendo en las ciudades el uso de bombitas, de pomos de metal o plástico cargados con líquidos perfumados y hasta con mezclas de éter que producen en la piel una estremecedora sensación de frío.
La fiesta
En el Valle Calchaquí se estila que, después de las corridas y juegos con agua, los carnavaleros se reúnan en alguna casa para almorzar comidas apetitosas y generalmente abundantes. Se reparan fuerzas y se reinician los preparativos para, esta vez, asistir a la reunión donde los amigos han convenido encontrarse. Se hacen cambios de ropas mojadas y, en alarde, se cambia el montado para lucir caballo fresco y brioso. Se entrecruzan observaciones cargadas de bromas e ironías.
Luego comienza el baile que se intercala con tiradas de harina, papel picado y el contrapunto de coplas que alude a temas como el amor, el cortejo, la broma hacia el otro, y también a intenciones eróticas o subidas de tono. Por ejemplo el hombre dice:
En el campo hay una flor
que se llama cardo santo,
decime si me querés,
no me hagás padecer tanto.
Ella contesta airosa:
En la puerta de mi casa
tengo un paraíso florido
¡cómo querís que te quiera
si recién te he conocido!
Subiendo el tono él dice:
Cuantito te vi venir
le dije a mi corazón:
qué piegrita tan chura
para darme un tropezón.
La respuesta no se hace esperar:
¡Cuidadito con las piedras!
¡Cuidao con los trompezones!
Cuando las piedras se topan,
¡qué serán los corazones!
Entierro del carnaval
Se trata de retrasarlo con mil pretextos, pero el domingo siguiente al miércoles de ceniza se lo hace por fin. Se hace generalmente en las afueras de los poblados y en un suelo sombreado por algarrobos. Se cava una fosa donde se recuesta al pucllay -muñeco que simboliza al carnaval- se canta, se grita, se llora, al mismo tiempo que se echan frutas y todos los obsequios recibidos para garantizar que ha de duplicarlos en el próximo aniversario de alegría. Luego cesan los llantos.
Carnaval en Jujuy
En la Quebrada de Humahuaca, provincia de Jujuy, el carnaval asimiló elementos del boliviano, que no aparecen en zonas relativamente próximas como la del Valle Calchaquí. Aquí los protagonistas son los diablos representados con máscaras con trajes chillones y, entre ellos perfectamente distinguibles los cuernos típicamente demoníacos.
Llevan colgados del cuello frutas, cebollas, repollos, roscas de masa, quesitos de cabra, etc, y estilan pedir ofrendas y contribuciones voluntarias. Los diablos son los animadores principales y los encargados de armar y dirigir al símbolo y representación de carnaval, que es un diablito pequeño cargado a su vez por ofrendas similares. Este es el muñeco que enterrarán luego al pie de un cardón.
Estas comparsas eluden la presencia de forasteros y turistas que abundan en esos días veraniegos en la Quebrada. Después de haber recorrido el pueblo y sus alrededores cantando y bebiendo en todas las casas donde los convidan; después de tocar quenas y antaras, bombos y cajas y bailar el carnavalito; después de agotar todas las posibilidades de diversión, llega el momento del entierro del carnaval. Se hace por la tarde y a escondidas de ojos ajenos e incomprensivos. Esto significa que es difícil, para quien no participa de las comparsas, saber dónde será, pues se ralean con cuidado por diferentes senderitos que llevan discretamente fuera del poblado; y que generalmente desembocan en alguna quebrada recóndita. Allí cavan la fosa al pie de un cardón y bailan en torno enlazados los brazos por pareja o tomados de la mano, en rueda, formando una vez más las tradicionales figuras del carnavalito. El diablito simbólico yace rodeado de frutos, coca, unas gotas de chicha y también cigarrillos armados. Algunos de los diablos, de rodillas, como en invocación a la Pachamama lo depositan en medio de grandes reverencias. Luego lo entierran. Las máscaras buscan un lugar discreto para cambiar disfraces por ropas propias, que alguien ha llevado disimuladamente desde la casa. Con el carnaval se entierran también las alegrías y sólo queda el cansancio de la agitada vida de tres o más jornadas ajenas a las normas sociales.
Edición: Agenda Cultural del Tribuno del 18 de febrero de 2001
Fotografías: Corsos de la ciudad de Rosario de Lerma
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