Por Gregorio A. Caro Figueroa
n 1592, diez años después de la fundación de Salta, morían en Madrid dos personajes importantes cuyos recíprocos enconos marcaron a fuego sus orígenes: el licenciado Hernando de Lerma, su controvertido fundador, y el dominico Francisco de Victoria, primer obispo del Tucumán. Lerma se apagó en una oscura celda, acosado por la pobreza “sin tener con que se dijese una misa”. En el convento de Atocha, cerca de allí, murió el también discutido Victoria.
Desde la orden de fundar Salta impartida por el virrey Toledo, pasaron dieciséis años y cuatro gobernadores hasta que Lerma la ejecutó en 1582. Si larga y saturada de conflictos fue la gestación de la nueva ciudad, no menos lenta y dificultosa lo fue la erección de la nueva diócesis. Ninguno de los tres primeros candidatos a ocupar el obispado pudo hacerse cargo: dos murieron antes y uno renunció.
No será ésta la única semejanza entre Lerma y Victoria: también lo será la dureza de carácter y las ambiciones de poder. Tan pronto como se conocieron, sus recios temperamentos chocaron como filosas espadas. “Saludarle éste y reñir con él, todo fue uno”, escribirá el obispo que excomulgó al gobernador.
Lerma tenía 37 años, era altanero y “de carácter tumultuoso”. Un vecino lo describió como “vengativo, cruel, sin caridad ni piedad”; fue “el hombre más endiablado…que se ha visto en este mundo jamás”. Victoria invocó poderes especiales y desairó una y otra vez al gobernador. Vinculado con jesuitas del Brasil, practicó el contrabando.
Los supuestos orígenes de ambos también los acercaban. Que Lerma descendía de judíos conversos lo recordó Abreu, su antecesor, al decir que era “judío que tenía sambenito” y lo demostraron recientes investigaciones. Victoria, como “muchos dominicos eminentes”, pertenecía a esa estirpe. Diego Pérez de Acosta, su hermano mercader, “fue relajado en efigie”.
Ninguno de los dos tuvo tiempo para comprender que, pese al escaso tiempo en Salta y a su encarnizado antagonismo, habían colocado los cimientos más firmes y duraderos de esa sociedad: la ciudad, su espacio geográfico, y su fe religiosa. El fundador dejó su apellido al valle que abraza la ciudad. El obispo la imagen del Cristo del Milagro.
Aquel caserío bautizado “ciudad” era apenas una indefensa cáscara terrena constantemente amenazada de zozobrar en un mar de inseguridades: hambre, pestes, violencia generada por el vacío espacial, incursiones indígenas y miedo a lo que no se puede controlar y a la muerte. “En quien impera el miedo, la acción se introvierte y convierte en pasividad. No vive; es vivido” (Keyserling).
Sentía también la amenaza de agrietarse por espasmos de la tierra o perecer por la furia de un cielo que castigaba con sequías o amenazaba diluvios. Peligros que provocaban miedos; miedos que buscaban conjurarse. La historia se ocupó más del valor y la temeridad que del miedo, observa Delumeau.
La precariedad lo impregnaba todo: número de hombres, recursos para la subsistencia, medios de transporte, elementos técnicos, defensas contra enfermedades, materiales de construcción, educación y práctica religiosa. Los sacerdotes que recorrieron la diócesis remarcaron esa debilidad general, aunque más aguda entre indígenas.
Los indios estaban abandonados. La severa mano del amo estaba demasiado cerca. La posibilidad de evangelización y de ayuda paternal, demasiado lejos. La extensión geográfica de la diócesis contrastaba con la presencia de religiosos de distintas órdenes: al momento de hacerse cargo Victoria había sólo cinco clérigos. Al dejar la sede eran 33. Una Carta Anua da precisiones: en Salta sobrevivían 150 españoles y 1.500 indios “sin doctrina y los más sin bautismo”; sólo dos sacerdotes, la iglesia matriz y conventos franciscanos y mercedarios.
Limitados o impedidos de adorar los dioses de sus antepasados, los indígenas encontraban dificultades para comprender los rudimentos y aceptar como propias lo que inculcaban los sacerdotes. Esa dificultad, además de lo complicado que resultaba traducir a términos comprensibles la doctrina, provenía de la falta de sacerdotes que supieran hablar sus lenguas. Esto se convertía en imposibilidad si intentaban usar un simple catecismo.
La resistencia indígena fue débil dentro de la angosta franja de territorio salteño delimitado por los calchaquíes, la las tribus de la “frontera” y la soledad de la puna. Esa menor resistencia podría explicar por que aquí no se desató la intensa “guerra de las imágenes” que los conquistadores libraron en México para extirpar ídolos indios. Antes que guerra, lo que se dio en este espacio del Tucumán fue una combinación de desplazamiento, absorción y sincretismo de creencias.
Para españoles y mestizos, la vida religiosa estaba a tono con el resto de una rústica vida social, a la que aporta sus pocos elementos de sociabilidad. Más mujeres que hombres asisten a misa y son pocos los fieles que comulgan. Las únicas fiestas religiosas acompañadas de procesiones son Semana Santa, Corpus, Ascensión, Difuntos o las del santo patrono en las que predominaba el sello andaluz, región de origen de la mayor parte de sus pobladores. No transcurrieron muchos años hasta que los rasgos criollos y mestizos matizaran esas celebraciones.
La imagen, el culto de la imagen milagrosa y la piedad basada en ella, por su “efecto hondamente conmovedor”, se revelaron como eficaz instrumento evangelizador y educador en una realidad de muy escasos libros y lectores. A esto se añade el apego de los “cristianos viejos”, reforzado después de la Reconquista. Esto contribuyó “a fijar la identidad de los cristianos de España y sus prácticas religiosas en un tiempo en que la Iglesia favorecía el culto a las imágenes, a condición de que no se cayera en la idolatría”, señala Serge Gruzinski.
Victoria reparó en las limitaciones que imponían el medio y la pobreza. Advirtió también la importancia de utilizar imágenes para evangelizar, asimilando así la lección que se desprendió del culto que los indígenas mexicanos comenzaron a rendir a partir de 1530 a una Virgen (Guadalupe) pintada en la colina de Tepeyac donde, antes de la Conquista, rendían culto a una divinidad indígena. Denunciado como escandaloso en 1556, el culto a la Virgen fue asumido por el clero en 1648.
El obispo Victoria bendijo los cimientos de la ciudad, trabajó en el deslinde de solares, celebró misas, confesó y organizó la modesta iglesia matriz. La tradición dice que, antes de abandonar la ciudad, prometió donar una imagen tallada de Cristo “tamaño natural, de los muchos tan hermosos que tallaban los artistas españoles para satisfacer la piedad de los fieles de Europa y América”.
Ese propósito coincidía con los cambios de criterio en la Iglesia, más dispuesta a aceptar la incorporación de algunos elementos de los cultos indígenas, a admitir la utilización de los milagros en la empresa evangelizadora y a incorporar imágenes y su culto. Mediante imágenes, “se instruye y confirma el pueblo recordándoles los artículos de la fe y haciendo que recapacite continuamente sobre ellos”.
En la segunda mitad del siglo XVI, “a la imagen franciscana que se dirigía prioritariamente a los indios, la sucedió una imagen que explotaba el milagro y trataba de reunir en torno de intercesores comunes a las etnias que componían la sociedad colonial: españoles, indios, mestizos, negros y mulatos”. Fue también entonces que comenzaron a desplegarse como motivos de fe y de culto a los milagros. Ellos servían “para excitar y afianzar la fe sobrenatural”. La esperanza en el milagro reducía el miedo provocado por la amenaza de catástrofes.
Estos temores eran los que también movilizaban en el Incanato grandes “multitudes quejumbrosas”, organizadas en peregrinaciones para implorar lluvia, o marchando en procesiones “a cumbres, lagunas y otros accidentes topográficos para impedir granizos, heladas, rayos o epidemias”.
Durante milenios, el habitante andino convivió con una tierra que periódicamente parecía enfurecerse vomitando lava o se estremecía en sus profundidades. “La omnipresencia de estos desastres telúricos ha quedado en la memoria colectiva ancestral de la magia y de la religión andina del incario con ayunos, ofrendas y sacrificios para aplacar tormentas, erupciones, cataclismos” (Cunill Grau).
Lima padeció terremotos en 1687 y 1746. De 1654 data la primera procesión del Cristo de los Temblores limeño, cuyos fieles eran “casi exclusivamente” plebe y esclavos. Ese año en El Callao murieron 7.000 personas. Entre 1582 y 1877 Arequipa sufrió 16. En Chile se repetían desde 1575 y el Señor de Mayo protegía de terremotos. En Cuzco la procesión del Señor de los Temblores convocaba miles de indios, mientras llueven pétalos de flores y corren “ríos de chicha, de vino y de aguardiente”.
Algunas de estas catástrofes se vieron acompañadas de prodigios, milagros y apariciones de la Virgen. Después de 1585 y del Tercer Concilio Mexicano que adoptó las decisiones de Trento, se vivieron “tiempos llenos de milagros y de imágenes”. La peste de 1737 movilizó a los mexicano detrás de Nuestra Señora de Loreto, “que había triunfado sobre el sarampión diez años antes”. Con la Virgen de Copacabana, Perú conoció ese fenómeno entre 1570 y 1600.
A mediados de 1592, cuando Victoria agonizaba en Madrid, aquella promesa suya se cumplió. Más que llegar, la imagen del Cristo apareció flotando en una caja de madera. Acompañada por otra de la Virgen María y empujada por aguas del Pacífico, terminó su extraña y jamás determinada travesía en el puerto de El Callao, cuando la tierra temblaba. “Hay un secreto misterioso que envuelve la aparición del Cristo”, escribe Toscano.
Rodeada de un hecho providencial, la imagen del Cristo parecía predestinada a convertirse en objeto de culto. La tradición afirma que el mismísimo Virrey del Perú y su séquito asistieran a la apertura de esas cajas, acompañando luego el cortejo que las transportó hasta Salta, pasando por Potosí.
El sacerdote-historiador Miguel Angel Vergara, al cuestionar versiones legadas por la tradición, duda que el Virrey haya presidido esas ceremonias. “Las imágenes de un Santo Cristo y una Virgen del Rosario no eran ninguna novedad. Lima, Charcas, Potosí, Cuzco, están llenas de imágenes similares y quizás mejores”. Tampoco parece verosímil que hayan sido medio centenar de vecinos encumbrados los que las hayan cargado desde Potosí hasta Salta. La pequeña ciudad no tenía esa cantidad de “notables”: la carga fue transportada por indios, negros y mulatos a hombros y también en mulas.
Ciento veinte años después de su llegada a Salta, y a instancias de los terremotos que sacudieron a la ciudad en septiembre 1692, el gobernador Urízar invitó a antiguos vecinos a declarar “acerca de lo que saben o han oído decir de la traída del Señor Santo Cristo maravilloso y raro que la Iglesia matriz de esta ciudad tiene, por no haber noticia de dónde vino ni cuándo”. Allí se dijo que, desde 1592, ese Cristo depositado en la sacristía de la iglesia matriz, lo “tenían olvidado…y desde que vino a esta tierra no había visto la ciudad ni sus calles…”. No había sido sacado en procesión desde 1644.
Tendrá que mediar el terremoto de 1692, que sacudió a la ciudad tres días y destruyó Esteco, para que concluyera, con una importante manifestación de fe, ese casi largo medio siglo de letargo del culto a la imagen del Cristo relegado en la sacristía. No habiendo medio humano para detener la ira de la tierra, “se recurrió al poder de la fe y de la religión”.
Los salteños parecían instalados en una “indiferencia y frialdad religiosas” que se transformó en entusiasta devoción. La devoción adquirió continuidad garantizada por “una cadena no interrumpida de piedad filial”. Ese compromiso fue ratificado por sucesivos acuerdos del Cabildo; renovado por el voto de 1692; el Pacto de Fidelidad después del terremoto de 1844, renovado en 1894; y el acta oficial 1948, con motivo de otro sismo.
Al culto del Milagro de Salta se puede aplicar la observación de Gruzinski respecto al de la Virgen de Guadalupe: “Año tras año, la imagen produce el milagro, y el milagro consagra la imagen”. El carácter recurrente de los movimientos sísmicos está acompañado de la puntual renovación del compromiso de fidelidad del pueblo agradecido con el Señor y la Virgen.
En medio del horror se organiza la primera procesión del Cristo que, a partir de entonces, será llamado el Señor del Milagro, más por fuerza de la tradición y la opinión del Cabildo que por declaración eclesiástica formal.
Antes de que la imagen recorriera la calle principal “en hombros de los sacerdotes y del pueblo”; los mercedarios encabezan una procesión de penitencia “con los pies descalzos, ceñidos de burdos hábitos, confundidos con el pueblo que deja escapar gemidos desgarradores, son los primeros en practicar estas públicas penitencias”. Recién día siguiente son sacadas las imágenes del Cristo y de la Virgen.
En esas dramáticas circunstancias, debió alterarse el estricto orden que regía durante los oficios religiosos. A ellos asistían, invocando la misma protección, unidos por el mismo temor y por la misma fe, autoridades, sacerdotes, religiosos, encomenderos, comerciantes, mujeres, ancianos, niños, españoles, criollos y la “plebe” formada por indios, negros y mulatos.
El segundo sismo de 1844, en un contexto social diferente al de fines del siglo XVII, reproduce parte de ese cuadro y da lugar a una repetición de los ruegos y también del milagro. “Son los sacerdotes, son los hombres sin diferencia de condiciones, que ofrecen el espectáculo más sensible y edificante; es la mujer del bajo pueblo, es la matrona y la dama de la alta sociedad que sigue esta vía crucis de sangre caminando de rodillas y uniendo el eco de sus plegarias a la oración común que brota de todos los labios”, anota Toscano. Se confundían “el esplendor de la opulencia con la humildad de la pobreza”.
Esa cohesión circunstancial no suprimía, aunque si suspendía transitoriamente, diferencias étnicas y sociales que tendían a profundizarse. Sin alcanzar la intensidad de los conflictos sociales de la Nueva España, se puede decir que de modo parecido a la devoción que concitó la Virgen de Guadalupe, la del Señor y la Virgen del Milagro de Salta comenzó a expresar “una voluntad de conciliación y unanimidad”.
Esto no puede ocultar, sino más bien revelar, que el prestigio de las imágenes constituye “un capital simbólico contante y sonante”. Sus réditos no son sólo aprovechados por la Iglesia o las órdenes religiosas a las que pertenecen las imágenes. Tentados por su capacidad de cohesión, también lo hace el poder político o lo intentan determinados grupos sociales.
En esas manifestaciones no sólo se expresaba la fe del pueblo, sino también la de los gobernantes, señala Toscano. Los dueños del poder solían invocarla “con fe profunda hasta para afianzarse en el gobierno de los pueblos y consolidarse en el poder, sin que se les deponga por autoridad alguna". “Las armas de la patria, añade, tuvieron un feliz apoyo en las imágenes del Milagro”. En 1838 Felipe Heredia declaró a la Virgen “Protectora y Generala del ejército de la Provincia”.
En la América española la imagen milagrosa “atenúa la profunda heterogeneidad de un mundo en que las disparidades étnicas, lingüísticas, culturales y sociales hacen frágil y separan en extremo”, dice Gruzinski. Atenúa y no suprime porque esa cohesión sólo se da en los vínculos que se establecen en torno a la fe y al culto de las imágenes, realimentando la fe.
Esa repetición y reproducción del culto de la imagen no se sostiene por sí misma. Necesita no sólo de la formalización de los cultos (libros mezcla de leyenda e historia, textos de novenas, procesiones). Requiere de un orden, de una organización y de un conjunto de normas jerárquicas y ajustadas a un rígido ceremonial. Son los obispos quienes tienen derecho en materia de organización de procesiones. La autoridad temporal no los tiene, ni siquiera para determinar los textos que se leerán.
Los rasgos poco diferenciados de las primeras procesiones van siendo sustituidos por ese orden jerárquico que tiende a reproducir, cada vez con mayor fidelidad, ese otro orden que rige en una sociedad estratificada. El orden interno de la procesión no podía alterar el orden social, antes bien debía ratificarlo y escenificarlo públicamente. En la segunda mitad del siglo XIX todos los límites se van remarcando: del Estado, las familias legalmente constituidas, la autoridad del clero, la ubicación y el rango social, las zonas residenciales, la precedencia en las ceremonias.
“La procesión pone en movimiento a la ciudad toda”, refiere Blasco Ibáñez. El carácter masivo de la procesión no debía traducirse en su masificación. El cortejo aproximaba sin mezclar. La procesión tiene un orden que se debe observar y respetar. Cada sector, agrupado en columnas detrás de estandartes, tiene un espacio. Los espacios en blanco separan y distinguen a unos grupos de otros. Ese orden reproduce la distancia social entre la “gente principal” y la “plebe”. Es que “ni antes Dios somos iguales ni podemos serlo…porque nada hay igual ni en los cielos ni la tierra”, sentencia Bernardo Frías.
Abriendo el cortejo, pero distante de la cabeza, se agita un remolino de “negros y mestizos” haciendo toda suerte de cabriolas y pidiendo limosna, describe Blasco Ibañez en 1909. Jules Huret anota la presencia de chiquillos que corren delante de la hilera portando largos tubos de hojalata donde arde alcohol. Hacia atrás, cerrando la procesión va el “populacho”, “rebaño de pobreza resignada”, formado por una masa de indios y una “gleba de labriegos y ganaderos que viene de los calles de a caballo a pie”.
A la cabeza, adelante de la imagen del Señor del Milagro, marchan los representantes del poder político, algunos intrusos de su clientela, la jerarquía eclesiástica, los jefes militares y un puñado de laicos prominentes. Con sus mejores trajes negros, portaban sus luces “en hachas, gruesos bastones blancos terminados en bujía de cera que proveía la Iglesia por su cuenta”.
Al medio, escoltando a la Virgen, se ubican las cofradías y congregaciones de “damas decentes”, que se diferencian no sólo por el color de piel sino también por la vestimenta, las mantillas, el peinado y los estandartes bordados con dorados hilos. Muchas señoras prefieren presenciar el cortejo desde los balcones de sus casas, “luciendo sus trajes más hermosos”.
Próximas a ellas las jóvenes colegialas del “grupo principal” son la parte “más bella y delicada”. Ellas conforman “una guirnalda de flores”. Visten de blanco, rosa o fresa. Van erguidas, marcando al caminar “sus secretas amenidades”. Vestidas con hábitos, uniformes o estrenando sus trajes de primavera llevaban mantillas de encaje, leve maquillaje, sostienen en sus manos con guantes cirios encendidos “rodeados de arandelas de cristal veneciano”. Algunas “abanican el sofoco”.
Así como ruidosos miembros de la “plebe” abrían el cortejo, lo cerraba, recogido y silencioso, familias íntegras del “pobrerío de aledaño”. Allí marchaban, en actitud penitente, mujeres descalzas y con faldas de vivos colores, bastos mantos negros sobre los hombros, gauchos de rotosos ponchos, promesantes con amplios sombreros duros y rígidos “como un casco” y hasta con cuatro velas chorreándole en cada una de las manos.
El fervor que despertaba no debía tampoco rebasar los límites del recogimiento religioso, aunque desbordaba el impulso festivo más pagano. Diversión, comercio, tratos amorosos, forasteros, saltimbanquis, adivinos y pícaros hervían al calor la celebración solemne celebración. A partir de 1935 las severas prohibiciones impuestas por el arzobispo Tavella, comenzaron a cortar tales “excesos” y a dar a esos cultos “el carácter de penitencia y expiación”.
Hasta ese momento, sin embargo, la procesión no era “triste y de terrorífica solemnidad como en la vieja España”, anota Blasco Ibáñez. “Nada de tristes colores, de velas fúnebres, de gestos compungidos”, añade. Al caer la noche la fiesta proseguía en los caseríos de la periferia donde, en compañía de comidas y chicha, guitarras y arpas animan el baile que, según un viajero, (1934) terminaban “en verdaderas orgías entre la gente popular”.
La imagen y su culto asumen un papel cohesionador e integrador en estas sociedades fuertemente jerarquizadas y excluyentes. Pero no se trata sólo de la cohesión durante los nueve días del culto anual. “El Señor del Milagro es eslabón que vincula a las generaciones, transmitiéndoles una ética”, escribe José Hernán Figueroa Aráoz. “Los ritos son en el tiempo lo que es el hogar en el espacio”, explica Saint Exupéry.