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Ricardo Federico Mena

Por Ricardo Federico Mena

El día 7 de junio de 1821, transitaba su acecho, incansablemente. Todo simulaba una quietud tensa, como a las que acostumbraba la cambiante situación de la frontera norte

SALTA. - El día 7 de junio de 1821, transitaba su acecho, incansablemente. Todo simulaba una quietud tensa, como a las que acostumbraba la cambiante situación de la frontera norte. La guerra contra el español, lamía las entrañas de una Salta que, bajo la conducción de su jefe indiscutido, parecía morigerarse ante su convocatoria. El gauchaje, convertido en contundente ariete, se tranquilizaba ante sus decisiones, y seguía a su jefe, sin vacilaciones. Nadie sospechaba que, bajo los rayos tibios de un sol de junio, se gestaba una de las más aberrantes traiciones, de las que la Salta de aquél entonces tuviera memoria. Ciertamente eran días difíciles, de gran convulsión y peligro; la camándula de los partidarios de Fernando VII, de la mano del General Olañeta, había destacado al Coronel Valdés, al mando de una partida destinada a asesinar a nuestro paladín. La noche siempre misteriosa y cómplice, se había tendido sin piedad sobre la ciudad. Luces mortecinas alumbraban espectralmente los frentes de las casas, y acaso ocasionalmente la figura de algún descuidado transeúnte o el parsimonioso andar de algún perro vagabundo. La noche estaba muy fría y la casa de doña Magdalena Güemes de Tejada, abrigaba sin saberlo, la tensa espera de los caballos de Martín, su hermano, y algunos de sus compañeros que, seguramente planificaban o despachaban cartas, oficios u órdenes para los días subsiguientes.

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Aquella noche fría de junio, había prendido de su techo una luna amarillenta y triste. Las estrellas velaban un silencio cargado de presagios, cuando desde una oquedad distante, se escuchó una voz autoritaria que pretendía detener a uno de los amigos del General que cruzaba fortuitamente la calle. Se escuchó como regresando de un submundo de terror, el grito de “¡quién vive!”, a lo que éste respondió con un grito de orgullo: “¡la patria!”. Habló entonces la voz ardiente de la fusilería. Los caballos del general y sus acompañantes estaban listos, piafando ante la inminencia de la refriega. Eran también valientes compañeros de sus amos. Montaron de prisa para dirigirse hacia la plaza, y a un nuevo grito de “¡quién vive!” entonces se escuchó la consabida respuesta “¡la Patria!”. La noche se pobló entonces del humo acre y los silbidos agoreros de las descargas. El Jefe trató de retirarse para ganar la campaña, pero una nueva partida que le seguía desde atrás, con renovadas descargas, alcanzó la espalda del héroe. Herido de muerte, fue trasladado por sus gauchos hasta el campamento del Chamical. Los gauchos velaban su lecho con lágrimas contenidas, mientras los cielos argentinos comenzaban a oscurecer. Fue el Jefe, el Padre y el Maestro de sus paisanos, que palpitaban, quizá en una modorra inconsciente, un lento oscurecer del pabellón de la patria. Era quizá, como si se estuviera cumpliendo una vieja leyenda árabe donde las flores del huerto languidecieron de pronto ante la desaparición de la virginal jardinera que las plantara. Pero ¡OH! sorpresa, en esta ocasión, todas las energías que había puesto en los ideales y en la lucha, estallaron en una sinfonía viril, que sus seguidores supieron elevar hasta la más alta expresión del laurel. Güemes no podía morir y, sin saberlo, sus seguidores acaso analfabetos, presintieron la ausencia de la muerte y la contundencia de una ascensión. Seguramente, en esa noche aciaga, tañían a los lejos campanas invisibles, aplaudiendo bajo un imaginario arco de triunfo, el paso de una Vida. Su espíritu aún vaga por estas tierras americanas, lo mismo que vaga el incienso en los templos de Cristo, y su luz siguió presidiendo las altas palpitaciones del pensamiento nacional.

Alguien dijo que la ausencia del cuerpo no es la ausencia del ser: Güemes no se desvanecía en la oscuridad de la que no se vuelve, sino que su vida de luchas daba la impresión de ser una luna en menguante, donde todas las fases eran el principio de una nueva floración, en las batallas de las ideas.

De esta forma culminaba la corta y singular carrera de este paladín que supo atraer amores y odios de sus seguidores y de sus enemigos. Ellos fueron siempre los enemigos de la patria, ya sea en su terruño, como también en otras provincias argentinas.

Pero la posteridad ha hecho justicia a nuestro héroe, para lo cual se exhumaron documentos probatorios de su accionar. Sin él no hubiera podido configurarse la Argentina de hoy, como tampoco hubiera podido cumplirse el plan estratégico pergeñado por San Martín y Belgrano.

El doctor Vicente Fidel López dice: “…en 1816, Güemes había salvado a la América del Sur, detenido a la España en las últimas barreras que le quedaban por vencer. Cuando ya todo lo había avasallado, desde Panamá hasta Chiloé, desde Venezuela hasta Tarija, Güemes, solo, era el que había contenido el empuje aterrador de esas victorias, defendiendo con sus heroicos salteños, el nido donde estaban formándose las águilas, que muy pronto iban a alzar vuelo con San Martín”.

El General Paz, dice en sus memorias que: “bajo el mando de Güemes, la heroica provincia de Salta, fue un baluarte incontrastable de la República toda. Esos gauchos con pequeñísima disciplina, resistieron aguerridamente a los heroicos ejércitos españoles. Pezuela, Serna, Canterac, Ramíez, Valdés, Olañeta, y otros afamados generales españoles, intentaron vanamente sojuzgarlos. Si Güemes cometió grandes errores, sus enemigos domésticos, nos fuerzan a correr un velo sobre ellos, para no ver sino al campeón de nuestra independencia y al mártir de la patria”.

El 17 de junio de 1821, la familia argentina, y el país todo, se vestía con las prendas negras de la desgracia. Nuestro héroe había sido ungido por decisión popular como gobernador de la provincia de Salta, en mérito a su siempre ascendente carisma sobre las masas. Ejercitó su cargo hasta su misma muerte, recorriendo un camino sembrado de espinas, traiciones y espanto. Fue un soldado de la emancipación, consustanciado con la libertad de su suelo de toda dominación extranjera, y no solamente un guardián de la frontera norte. Tenía solamente 36 años cuando la bala asesina segó su vida que tanto bien hubiera podido hacer a su patria. No pudo concretar su reunión con San Martín para precipitar la caída española. Güemes moría en Salta y Bernardino Rivadavia procedía a archivar los pedidos angustiosos para equipar al Ejército Auxiliar al Perú.

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Un testimonio importante sobre el General lo da uno de sus más fieles soldados, como fuera don Zacarías Antonio Yanzi, que luego de servir hasta último momento se traslada a vivir en San Juan, donde fijó su residencia y fundara su familia. San Juan fue asimismo su última morada.

Don Zacarías Yanzi había nacido en Salta en el año 1800, siendo sus padres D. José Antonio Yanzi y Da Mauricia Orozco de tradicionales familias norteñas. Contaba apenas con 14 años de edad, cuando sintió el llamado de la patria, para enrolarse en el ejército de debía defender la independencia en el Norte. Sirvió primero a las órdenes del General Belgrano, y cuando éste resignara su cargo de Comandante en Jefe, pasó a desempeñarse al servicio del General Güemes, es decir en el mismo vórtice del teatro de operaciones militares. Con Belgrano pasó de ser soldado distinguido a Subteniente y con el segundo pasó de inmediato a recibir los despachos de Teniente graduado del 4º Escuadrón de sus milicias. Don Zacarías Yanzi como dijimos anteriormente, acompañó hasta su muerte a su Jefe, acaecida por otra parte en sus propios brazos, habiéndolo rescatado herido al recibir el tiro por la espalda Güemes era un ídolo en desgracia: las pocas palabras que brotaban de sus labios exangües, carecían del sonido vibrante de otros momentos; era como si no sonaran fuera de él, sino desde adentro, desde sus cavernas interiores, de entre los tumultos de la sangre que se le escapaba irremediablemente. Había cumplido 36 años, pero el cuerpo podía dar cabida a muchos más y, recostado bajo el frondoso guayacán, recordaba casi con ansias contenidas, las banales enfermedades del pasado. ¡Cuánto hubiera dado para que ése recuerdo de antiguas visitas, pudiera ser cambiado por esta muerte que no podía vencer! Había transitado por ella tantas veces, que la trataba casi como si fuera una antigua conocida, a la que podía abandonar, como si fuera una amante impresentable. Alternaba las disposiciones para después de su partida, mientras, empecinadamente volvían los recuerdos de sus más íntimos amores, Carmencita y sus hijos Martín y Luís, que se introducían con puntualidad entre los resquicios de sus mandas. Entraba en una extraña somnolencia, donde confluían los horizontes violetas de sus campos, la ondulación multicolor de las vacas y los caballos galopando el cielo de los potreros o quizá, la indiferencia de las tardes siempre iguales en la selva del Chamical. Los lazos que había entretejido con sus hombres de campo, eran tan felices, tan robustos y tan espontáneos, que le seguirían impertérritos a través de los siglos.

Güemes veía impotente acercarse su silencio, como si fuera una tempestad, que dejaba escapar desde algún rincón de su cuerpo, algún jadeo de sufrimiento, mezclado con repentinos eclipses de su atención. Se alejaban sin poderlos detener, los estropicios de la pelea, enlazados con los plumajes de la pólvora. Seguramente el general debió sentir el corazón liviano de la adolescencia, tratando de atrapar en el aire el sabor dulce de la memoria, junto a Carmencita, y ese también lejano sabor de los días que se pierden para siempre. Diez días tardó en morir, y cuando las mordeduras inclementes de su afección le daban algún descanso, volvía en la profundidad de su cuerpo, a ese mar sereno de su primera infancia, al olor de las flores de doña Magdalena, y a la vida en común con su mujer; evitaba así el cadáver de los dolores, desandando los territorios del olvido, donde las cosas no tienen nombre y los amores no van a ninguna parte.

Desaparecido Güemes del escenario de la guerra, Yanzi se dirigió a Orán, donde fue tomado prisionero por los españoles y conducido a las cárceles de Potosí. Llegó a gobernar la provincia de San Juan durante un corto período. Retirado de la función pública, volcó sus recuerdos junto a su general, en unos “Apuntes Históricos, acerca de la vida militar del General Güemes”. Tenía el autor en aquellos momentos ochenta y un años, y el folleto de treinta páginas, fue editado por la imprenta de La Nación. Su publicación data del año 1883. Naturalmente que debió ser escrito mucho antes, y en él se describen hermosas páginas de hechos conmovedores, donde actuaron juntos

Es notable la modestia de este hombre que ocupó las más altas dignidades dentro de la guerra como de la política, al no mencionar sus hechos heroicos junto al General.

Mucho es lo que puede hablarse de don Martín Miguel de Güemes, aún a pesar del tiempo transcurrido, pero en ese pedazo de suelo que habitamos, donde moran infinidad de víctimas inmoladas en pro de la libertad, en el sitio hirsuto donde campeaba el pajonal, nuestro Cid Salteño sembraba las más peregrinas flores de la libertad continental. Güemes, se ha constituido en el máximo símbolo para la consecución de una Nación en paz. Ha entrado en la inmortalidad con la mayor suma de prestigios, ganados a fuerza de coraje para el bien de la Patria.

El general de los combates memorables, en su corta vida había caminado como entre nubes de luz; todo parecía dársele misteriosamente como un regalo o quizá fueran las alquimias de un extraño don, rodeándolo como un aura invisible. La grandeza era su más íntima compañera, era una sombra que lo perseguía con persistencia, hasta en su lecho de guerrero. A pesar de todo ello, su camino fue un camino de brasas y no un camino de cenizas.

Adiviné sus últimos momentos, tendido en un improvisado jergón, con los ojos caídos sobre las enormes olas de su barba, donde sus palabras pasaban como imperceptibles ráfagas, con su voz deteniéndose por momentos, para tomar aliento; pero era tal el énfasis puesto en la idea, que a él le parecía el restallar de un latigazo. Por momentos la voz entraba en una dramática declinación, y sólo quedaba entonces la ausencia de su cuerpo, en aquel jergón que poco a poco se convertía en su sudario. Hablé entonces a esa noche del 7 de junio de 1821, convertida en dormitorio inhóspito, para contarle que aún en ésta del 2012, aún estamos tristes, sin disponer de ningún sitio para abandonar ese sentimiento. Martín se alejaba irremediablemente, hacia ese horizonte, donde no había otra edad que la de su silencio. La muerte se le presentaba como un centinela que había estado montando guardia, aún a pesar de sus propios pensamientos; empezaban a esfumársele las bellas relaciones que había trabado con el mundo. Estaba al otro lado de este tiempo.

Pues bien, Señor de la Independencia, Caballero de las montañas y adalid de triunfos memorables, cuyas virtudes patricias tuvieron del acero y del cristal, la rigidez y la transparencia: no has podido ver la patria que has soñado, ni el surco abierto, preparando el festín eterno de la siembra en paz.

Dicen los historiadores, que los grandes anhelos provocan el advenimiento de los predestinados. Entonces el héroe cumple su mandato, pero el mandato procrea al héroe. Corren en este bicentenario de la independencia nacional, días alucinados, donde la zozobra empaña el panorama nacional, donde la mirada hacia un futuro de esplendor, pueda adquirir la fuerza necesaria, para que sus juventudes nos conduzcan hacia los caminos de la luz y de la gloria; para que, con todo el fervor de sus impulsos, y la protección de Dios Nuestro Señor, nos conduzcan, hacia la soñada cosecha de laureles.

 R. Mena- Martínez Castro 

 

EDI-Salta 2021 en el Bicentenario de la Muerte del Gral. Güemes
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