Por Gustavo Flores Montalbetti
La palabra es el elemento fundamental del que disponemos para comunicarnos, es el mecanismo que nos permite expresar necesidades, manifestar ideas y emociones; y en general, facilita que nos entendamos y participemos de un grupo social determinado que analiza y difunde diferentes aspectos del contexto cultural del que forma parte. La palabra es un atributo del hombre, es la unidad que posibilita que una sociedad pueda registrar y a la vez preservar y transmitir sus conocimientos consuetudinarios entre una generación y la que le continúa.
Si nos remitimos a las tradiciones, vemos que “la palabra” se constituye en un vector significativo que nos da la potencialidad para formular hechos de la vida diaria. En nuestro país, el Folclore engloba una gran diversidad de manifestaciones culturales que varían de acuerdo a la región que se tome de referencia; pero, en todas existe la leyenda. La leyenda popular tiene características propias, y lo común es que los mismos narradores la identifiquen. No la confunden con el cuento ni con la anécdota, pues su condición general de ser explicativa, la relaciona con la realidad y con la fantasía, con el conocimiento tradicional y con la condición ética y estética del pueblo que la porta. La leyenda no tiene la complejidad del cuento propiamente dicho y su motivo principal es unitario, pero en su difusión se acrecienta y se une a elementos que la embellecen, le dan relieve y singularidad y a veces, un sentido especial.
La leyenda suele estar relacionada a la toponimia de una región y a las características llamativas del ambiente, al porqué de ciertas condiciones de los animales, las plantas y los astros, y hasta de la atmósfera del lugar. A veces busca dar una explicación a las creencias, a la religiosidad, y al sincretismo; y hasta crea héroes, genios y personajes de fantasía que pueblan su credulidad y sus supersticiones. Como sea que se encasille para su estudio, la leyenda es quizás una de las más extraordinarias formas de expresión cultural que facilita la comprensión de la interacción del hombre con sus mundos: el subterráneo, el real y el cósmico. Es un vehículo que permite mantener vigentes los usos y costumbres, y los conocimientos ancestrales que no fueron escritos y la compleja relación y entendimiento de ciertos fenómenos que a menudo, forman parte de nuestra esencia.
Dicen los que comentan conocer a alguien que se jacta de haberlo visto, que “el familiar” es un enorme perro de pelaje negro al que cualquier cristiano puede llegar a ver desde el comienzo del crepúsculo vespertino y hasta la hora en que las tinieblas van desapareciendo, pues seguro se ha de ocultar con las primeras luces de la madrugada. Mientras dura la penumbra, anda de aquí para allá con las patas envueltas en un intenso chisperío por la cadena de gruesos eslabones que arrastra sujeta del cogote. Anda siempre resollando un humo blanco, espeso y fétido, al que, si por casualidad alguien aspira, va quedando sucho de a poquito hasta que le llega la muerte. Además, muestra unos enormes colmillos por entre los que chorrea el asqueroso espumarajo que destila. Sus apariciones están relacionadas con las tierras y potreros en que se cultiva caña dulce, de los que también dicen ser el ambiente propicio donde el animal vive a sus anchas y rondando por donde se le da la gana. Aunque también dicen, que lo más importante es comerse un peón de tanto en tanto; y hasta comentan que en ocasiones añade a su dieta un forastero o borracho que se anima a entrar en sus dominios. Dicen que no cualquiera pasa por los cañaverales como Pancho por su casa, nada más que los que trabajan en el ingenio pueden hacerlo, pero también rumorean que algunos trabajadorcitos tampoco han sido vistos de nuevo. Por ahí hablaban de algún peregrino que durante el día caminaba por el costado de las tablas de los cañaverales y de otros que cortando camino se metían a atravesarlas. Lugares estos en los que después se encontraba una prenda o una alpargata perteneciente al ignorante o atrevido que en horas nocturnas y vaya uno a saber porque motivo, se animó a entrar.
Están los que afirman que cuando el familiar aparece caminando lento y con las cerdas del espinazo en punta, y hasta destacan haberlo visto correr sin necesidad de tocar el suelo. Entonces para que algún pobrecito pueda evitar que lo atrape, a más de buen conocedor del terreno, debe ser ágil, inteligente y rápido, y mucho mejor si anda lúcido y reflejoso. Por lo tanto, sobran los dedos de una mano para tener idea de cuantos pueden ser los que realmente han escapado de sus bocados y ahora pueden contarlo. Pues teniendo la seguridad de que se trataba de un cristiano que se le ha escabulló, hay que considerar el estado emocional en que ha quedado, porque si bien no le llegó la hora, la otra cuestión es que haya sabido evitar sus malos influjos. Los que palanganean de haber tenido un encuentro con “el familiar”, hablan del modo en que han podido escaparse y salvar el cuero, jurando y perjurando que no es otro que el mismísimo Satanás. Pero también manifiestan con total convencimiento que, si por obra del cielo, esa vuelta zafaron de la difícil situación, tienen la certeza de que cualquier rato se les aparece de nuevo y afirman en tono de resignación que el resultado ha de ser muy distinto. De todos los decidores que escuché y aunque muchos colocaron delante de sus ojos los dedos en cruz y la besaron jurando por Dios y por su madre y hasta por su bendita descendencia, de todos quedé dudando. Es decir, de casi todos.
Josito Martínez es un campesino al que conozco desde hace mucho tiempo. Vive con su mujer y sus cuatro hijos en una casa cedida por el ingenio en el que lleva tarjando treinta y dos años de trabajo. De ellos, los últimos dieciocho venía desempeñándose como capataz de un grupo de chacareros con los que cuidaban unas quinientas hectáreas separadas en cuatro sectores; cada uno con varios potreros de caña dulce. La casa que habita Josito y su familia está como quién dice, encajada en el corazón del Lote Santa Lucía, rodeada de robustos y coposos árboles y muy cerca de una acequia de riego. Por detrás de la arboleda se alza la empalizada de los corrales en que Josito mantiene encerrados los caballos. A tres de esos animales solía utilizarlos por turnos en sus recorridas diarias, teniendo también bajo cuidado a un par de potros del jefe de campo.
Josito fue desde siempre un fiel creyente y seguidor del Señor y de la Virgen del Milagro, tan creyente era que, en su dormitorio y a un costado del ropero tenía dispuesta una pequeña mesa en la que reposaban sus imágenes y el librito de la Novena junto a una antigua Biblia que le había regalado una bisabuela. Por debajo del vidrio que vestía la tapa, varias estampitas bien ordenadas, la del Sagrado Corazón y la Virgen del Perpetuo Socorro; entre las que recuerdo. Como hombre de campo, Josito estaba acostumbrado a ciertas cosas extrañas; cosas que según dicen, solo suceden en el campo. Solía decir que eran tantas y tan raras las que vio a lo largo de su vida que, a medida que le fueron pasando, con los años aumentó los pedidos de protección en el mensaje de sus rezos. En los meses de cosecha y cuando el turno de la noche lo ocupaba, además del rosario que llevaba al cuello, Josito se colocaba el escapulario de la Virgen del Carmen y por dentro de la copa del sombrero acomodaba la estampita de San Benito; está de más decir que en la cintura brillaba constantemente el cabo de plata de su inseparable puñal.
En ocasión de visitarlo un día domingo y mientras pasábamos los últimos minutos del atardecer otoñal en la galería, Josito Martínez me contó lo que le ocurriera en el transcurso de una encapotada noche de invierno y mientras soportaba el castigo de una persistente llovizna impulsada por una ventisca inclemente. Después de asignar tarea a los dos últimos chacareros, apuntó en dirección de la costa del río queriendo achicar distancia para salir frente a la vieja grúa de carga que había en el potrero del fondo. Lo atravesó montando al Comandante, que aparte de su caballo preferido, era un animal con el que se conocían hasta en las mañas. A paso lento hacían el trayecto que restaba hasta las instalaciones del ingenio. Josito dijo que marchaba copleando bajito por la orilla del canchón en que el jefe de taller sabía amontonar acoplados en desuso, carcasas de tractores viejos y una larga lista de cosas que ya no eran más que chatarra. No faltaban recorrer ni cien metros para llegar adonde la huella torcía al poniente, cuando de pronto el Comandante cabeceó un par de veces negándose a seguir, y aunque ahí lo exigió, un trecho más adelante se sentó sobre sus patas e hizo un medio giro mientras bufaba cortito pero fuerte. Como no acostumbraba a chicotearlo y ante el rechazo a continuar, desmontó y quiso tranquilizarlo con un par de palmadas en el cogote y hablándole en la oreja; pues esa conducta le resultó inexplicable, y sus intentos de convencerlo a retomar la marcha fueron inútiles. Lo desconoció cuando bellaqueó por demás arisco y de una forma tan bruta como no lo había hecho siquiera en tiempos que lo domaba. Y se abatió aún más cuando lo vio salir a todo galope, en sentido contrario y hasta desaparecer confundido con la negrura de la senda. Apabullado, Josito Martínez dijo que atinó a decir: -¡A la mierda el Comandante, primera vez que me deja de a pata!-, mirando el hueco por donde lo había visto perderse. Resignado a caminar la distancia que le restaba hasta su ocasional destino, se pasó las manos por la cara intentando secarse y despabilarse un poco. Mientras hacía los primeros pasos ajustándose la copa del sombrero, por el rabillo del ojo vio la macabra figura agazapada que salía a cortarle el paso por detrás de unas chapas retorcidas. Josito dijo que se detuvo alerta, pues aquello con apariencia de animal se acercaba sin ruidos e inmerso en la densa humareda de sus propios resuellos. El consabido chisporroteo le brotaba de entre las patas, igual que salpicadero de una fragua resoplada, a pesar de la humedad. No supo el por qué, pero alcanzó a distinguir claramente a la oscura bestia de ojos amarillentos y descomunales fauces que lo tenía centrado en la mira. Y enfático dijo que atinó a acomodarse el poncho por encima de los hombros y a persignarse, dispuesto a hacer lo que un viejo cura criollo ya difunto le había enseñado por lo que puta pudiera.
Una callecita de tierra sembrada de charcos de agua en los que se reflejaban unos debiluchos y perezosos rayos de sol, recibió a Josito cuando entró a Campo Santo, con la jeta como clarín de guerra y silbando con todas las fuerzas de sus pulmones a pesar del cansancio que lo dominaba. El ala del sombrero de paño marrón estaba chamuscada por completo y el poncho desgarrado casi a la mitad de su largo, como tarasconeado por la perrada del enemigo. Apretando el mate con sus manos, mientras miraba apagarse el día por sobre las cumbres del San Germán, Josito Martínez agregó: -Esa ha sido la peor noche de mi vida y también la más larga. Me he defendido y peleado como ni yo mismo sabía que era capaz de hacerlo; mano a mano con el mismísimo diablo transfigurado. He ganado después de mucho dar y recibir. Podría contarte otras cosas que han pasado durante la lucha, pero tengo que cumplir una promesa-