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Victor Fernández Esteban

Contar el tiempo fue antaño una ardua tarea del hombre americano ocupado en saber qué venía después de mañana porque siempre algo estaba por llegar. El nueve de julio de este año de 2016 será el fin de una cuenta y el comienzo de otra. ¿Nos ha servido saber del tiempo pasado? ¿Debiera servir el tiempo para algo? En los días erráticos de la patria el tiempo era una inmensidad que debía recorrerse por una estrecha franja de espacio que hilaba perfectamente las capitales de los virreinatos con las de las provincias, las intendencias y las incipientes fundaciones. Todo debía pensarse en un tiempo exacto porque era inexacta la distancia. Unos y otros, españoles y criollos, pueblos originarios y extranjeros, eran parte esencial del espacio. Para cada uno de ellos el tiempo era una medida tan variable como peligrosa. Los españoles estaban  asentados en un espacio a sangre y fuego, pero el desplazamiento en el tiempo era a riesgo y rezo. Los habitantes de esta tierra estaban en ella como sus auténticos dueños con un tiempo que cada día le restaba territorio. A mayor tiempo menor tierra.

Se impuso el derecho de la fuerza, la ocupación violenta y el lema de que la victoria daba derechos. Tanto dio que hubo de verse un Derecho Indiano para este nuevo empezar de nuevo que era América. Lo que no había logrado el europeo en sus ciudades lo impuso para que la cuadrícula fuera lo mejor. El Mundo Nuevo fue la apoteosis del mañana. Todo estaba por venir. Nada debía revisarse porque no resistiría un solo análisis. El novísimo ocupante americano había sido el antiguo ocupado europeo y ahora parecía repetir sin pudor la nueva tarea. Los pueblos originarios fueron parte de esa suerte calcada de Europa. Las migraciones fueron en uno y otro lado del Atlántico un reflejo casi perfecto.

Entonces queda por preguntarse si una revolución se festeja porque han quedado los revolucionarios en pie a través de su descendencia o si fue un hecho más de la Historia que merece ser revisado puntillosamente. Entre la Revolución de Mayo y el Centenario hubo un espacio exacto de cien años. La cuarta generación, haciendo un cálculo de veinticinco años por generación, ¿era la misma? ¿Sus hijos llevaron a la gloria los postulados de Mayo? ¿Hubo postulados de Mayo? ¿El Centenario revisó la Historia? La profusión de álbumes de fotografías, ediciones limitadas de libros, espectáculos y visitas ilustres dio cuenta de que fue mejor mostrar lo que se había avanzado en lugar de contar lo que había pasado. Claro, había una nueva clase social emergente que no había tenido participación cien años atrás, la inmigración europea.

El afán de lo nuevo había hecho mella. “Favorecer la inmigración europea…” Y el afán de ocultar lo viejo también tuvo su invisible brillo.  El Centenario había eliminado el pasado. La República había ensanchado su tiempo con el espacio. Se había incorporado la Patagonia y el Gran Chaco. Se habían perdido partes de los espacios conocidos pero no importaba, Buenos Aires, estaba íntegra. Lo nuevo era Buenos Aires. Lo viejo fue el Tucumán que había perdido espacio. De la traducción a las lenguas locales sólo habría un simpático recuerdo en algún texto. De los diputados por el Alto Perú, una referencia escolar y de los límites laxo, un viejo mapa en alguna oficina pública.

Los que habían vivido desde siempre en estas tierra tuvieron cincuenta años después un tratamiento paternalista en la Constitución Nacional al referirse al …”trato pacífico con los indios…” pero para El Centenario, nada. En tanto los denostados inmigrantes cercanos a los piratas y contrabandistas, fueron prestamente buscados a través de planes estatales de colonización. El Centenario encontró dos Argentinas, una con los viejos guerreros de la Independencia en los salones y otra con los inmigrantes laborando la tierra, abriendo fábricas y pensando que la anarquía era el camino para encontrar lo que habían dejado en Europa. El tiempo y el espacio iban cada uno por su lado sin solución de continuidad.

El Bicentenario encuentra hoy que la Historia no había sido una, que la tierra no había sido el espacio de los que estaban desde hacía tiempo. Ahora los que habían impuesto su tiempo se habían quedado con la tierra y el festejo se hizo parte de la nostalgia como si expiar culpas remediara el pasado. Se mandó imprimir a la Declaración de la Independencia en quichua y aymara para que ser leída por algunos pocos y en castellano por mucho menos. Sólo quedaron dispersos restos en la memoria popular. Mejor fortuna tuvieron los postulados de la Constitución Nacional repetidos en discursos y literatura varia. ¿Y del Bicentenario ahora, qué? Una profusión de cortometrajes, películas animadas, textos, autores a favor y en contra, posiciones irreconciliables y componedoras. ¿Habrá sido por haber aprehendido de la Historia la parte del espacio como una porción del tiempo? O tal vez por pensar en recordar con exactitud un día, una frase, una batalla, un gesto para remedar la escolar infancia con tantos guardapolvos blancos como tanta señoritas maestras hubiesen.

La actual Constitución de la Provincia de Tucumán es la única que tiene un artículo que rescata la antigüedad del espacio en el tiempo. Nombra a la Pachamama. Acaso fuera para  recordar que de tanto texto en tres lenguas, fuera menester dejar en claro que se estaba porque se estaba. Y lo magnífico de estar en esta tierra es que creemos haber aprendido a recorrerla con todo el espacio por delante porque lo que cuenta es pensar un destino. Uno simple. Uno de todos los días. Uno que empieza hoy y termina mañana, no dentro de cien años.

 

Víctor FERNANDEZ ESTEBAN
Salta 15 de abril de 2016.    

 

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