Contar el  tiempo fue antaño una ardua tarea del hombre americano ocupado en saber qué  venía después de mañana porque siempre algo estaba por llegar. El nueve de  julio de este año de 2016 será el fin de una cuenta y el comienzo de otra. ¿Nos  ha servido saber del tiempo pasado? ¿Debiera servir el tiempo para algo? En los  días erráticos de la patria el tiempo era una inmensidad que debía recorrerse  por una estrecha franja de espacio que hilaba perfectamente las capitales de  los virreinatos con las de las provincias, las intendencias y las incipientes  fundaciones. Todo debía pensarse en un tiempo exacto porque era inexacta la  distancia. Unos y otros, españoles y criollos, pueblos originarios y  extranjeros, eran parte esencial del espacio. Para cada uno de ellos el tiempo  era una medida tan variable como peligrosa. Los españoles estaban  asentados en un espacio a sangre y fuego,  pero el desplazamiento en el tiempo era a riesgo y rezo. Los habitantes de esta  tierra estaban en ella como sus auténticos dueños con un tiempo que cada día le  restaba territorio. A mayor tiempo menor tierra. 
                                  Se impuso  el derecho de la fuerza, la ocupación violenta y el lema de que la victoria  daba derechos. Tanto dio que hubo de verse un Derecho Indiano para este nuevo  empezar de nuevo que era América. Lo que no había logrado el europeo en sus  ciudades lo impuso para que la cuadrícula fuera lo mejor. El Mundo Nuevo fue la  apoteosis del mañana. Todo estaba por venir. Nada debía revisarse porque no  resistiría un solo análisis. El novísimo ocupante americano había sido el  antiguo ocupado europeo y ahora parecía repetir sin pudor la nueva tarea. Los  pueblos originarios fueron parte de esa suerte calcada de Europa. Las  migraciones fueron en uno y otro lado del Atlántico un reflejo casi perfecto.
                                  Entonces  queda por preguntarse si una revolución se festeja porque han quedado los  revolucionarios en pie a través de su descendencia o si fue un hecho más de la Historia que merece ser  revisado puntillosamente. Entre la Revolución de Mayo y el Centenario hubo un  espacio exacto de cien años. La cuarta generación, haciendo un cálculo de  veinticinco años por generación, ¿era la misma? ¿Sus hijos llevaron a la gloria  los postulados de Mayo? ¿Hubo postulados de Mayo? ¿El Centenario revisó la Historia? La profusión de  álbumes de fotografías, ediciones limitadas de libros, espectáculos y visitas  ilustres dio cuenta de que fue mejor mostrar lo que se había avanzado en lugar  de contar lo que había pasado. Claro, había una nueva clase social emergente  que no había tenido participación cien años atrás, la inmigración europea.
                                  El afán de  lo nuevo había hecho mella. “Favorecer la inmigración europea…” Y el afán de  ocultar lo viejo también tuvo su invisible brillo.  El Centenario había eliminado el pasado. La República había  ensanchado su tiempo con el espacio. Se había incorporado la Patagonia y el Gran  Chaco. Se habían perdido partes de los espacios conocidos pero no importaba,  Buenos Aires, estaba íntegra. Lo nuevo era Buenos Aires. Lo viejo fue el  Tucumán que había perdido espacio. De la traducción a las lenguas locales sólo  habría un simpático recuerdo en algún texto. De los diputados por el Alto Perú,  una referencia escolar y de los límites laxo, un viejo mapa en alguna oficina  pública.
                                  Los que  habían vivido desde siempre en estas tierra tuvieron cincuenta años después un  tratamiento paternalista en la Constitución Nacional al referirse al …”trato  pacífico con los indios…” pero para El Centenario, nada. En tanto los  denostados inmigrantes cercanos a los piratas y contrabandistas, fueron prestamente  buscados a través de planes estatales de colonización. El Centenario encontró  dos Argentinas, una con los viejos guerreros de la Independencia en los  salones y otra con los inmigrantes laborando la tierra, abriendo fábricas y  pensando que la anarquía era el camino para encontrar lo que habían dejado en  Europa. El tiempo y el espacio iban cada uno por su lado sin solución de  continuidad. 
                                  El  Bicentenario encuentra hoy que la   Historia no había sido una, que la tierra no había sido el  espacio de los que estaban desde hacía tiempo. Ahora los que habían impuesto su  tiempo se habían quedado con la tierra y el festejo se hizo parte de la  nostalgia como si expiar culpas remediara el pasado. Se mandó imprimir a la Declaración de la Independencia en  quichua y aymara para que ser leída por algunos pocos y en castellano por mucho  menos. Sólo quedaron dispersos restos en la memoria popular. Mejor fortuna  tuvieron los postulados de la Constitución Nacional repetidos en discursos y  literatura varia. ¿Y del Bicentenario ahora, qué? Una profusión de  cortometrajes, películas animadas, textos, autores a favor y en contra,  posiciones irreconciliables y componedoras. ¿Habrá sido por haber aprehendido  de la Historia  la parte del espacio como una porción del tiempo? O tal vez por pensar en  recordar con exactitud un día, una frase, una batalla, un gesto para remedar la  escolar infancia con tantos guardapolvos blancos como tanta señoritas maestras  hubiesen.
                                  La actual  Constitución de la Provincia  de Tucumán es la única que tiene un artículo que rescata la antigüedad del  espacio en el tiempo. Nombra a la Pachamama. Acaso fuera para  recordar que de tanto texto en tres lenguas,  fuera menester dejar en claro que se estaba porque se estaba. Y lo magnífico de  estar en esta tierra es que creemos haber aprendido a recorrerla con todo el  espacio por delante porque lo que cuenta es pensar un destino. Uno simple. Uno  de todos los días. Uno que empieza hoy y termina mañana, no dentro de cien  años.
                 
                Víctor FERNANDEZ ESTEBAN
                    Salta 15 de abril de 2016.