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Ernesto Bisceglia

Doscientos años… poca cosa para un gran país;  “Ma chiunque siammo?”

unque no lo parezca, la conmemoración de los Doscientos Años de vida argentina han provocado una nueva revolución, que en algún punto comparte rasgos similares a los que tuviera aquel lejano 25 de Mayo de 1810.

De todos ellos, el más cercano es la ausencia de protagonismo del Pueblo que desconoce casi por completo qué está pasando con esto del Bicentenario. Sólo cenáculos intelectuales y a última hora gobiernos que intentan encender luces sobre una cuestión que lamentablemente no pasará más allá de la intensidad y tiempo que durará en el aire una batería de fuegos de artificio.

Y habremos perdido así, la oportunidad preciosa de debatir sobre nosotros…

Del mismo modo que en aquel entonces es tiempo de conspiración. Con una República institucionalmente establecida, sin embargo, las reuniones encubiertas se suceden y con tanta eficacia como aquellas supuestas de la Jabonería de Vieytes. Se conspira contra el gobierno y hasta el  mismo gobierno lo hace, paradójicamente, contra el Pueblo. Esto sí es novedoso además de absurdo. Aquellos rioplatenses querían construir un país, ahora lo destruimos empecinadamente; hay que admitirlo, en esto hemos cambiado...

Si bien suelo sostener que el 25 de Mayo de 1810 no fue una Revolución en el sentido popular del término, sí podemos considerarlo así desde el punto de vista institucional puesto que significó la caída de un régimen y la instauración de otro muy distinto, aunque con reservas (La llamada “Máscara de Fernando VII”).

Esta Revolución del 2010 tiene que ver con ideas nuevas que se plantean, con deseos de cambiar un sistema que se halla agonizante por la corrupción que lo asfixia. Esta Revolución tiene que ver con las ganas de constituir ahora la Nación, una fórmula hasta ahora declamatoria inserta en el Preámbulo de la Constitución Nacional, pero que en los hechos no se palpa puesto que luego de dos siglos no podemos decir que hayamos encontrado el camino de una verdadera unidad nacional.

Esa falta de cohesión espiritual entre los argentinos tal vez encuentre entre varias causas, que desde los inicios los grupos sociales estuvieron enfrentados en bandos que casi siempre fueron irreconciliables y que hasta llegaron en no pocas oportunidades a dirimir sus diferencias mediante las armas. Así, en los albores fuimos “Españoles o Criollos”; “Rosistas y Antirosistas”; “Federales o Unitarios”. Cuando el país se organizó constitucionalmente, nos dividimos nuevamente en “Liberales o Nacionalistas”; “Crudos y Cocidos”, para entrar al siglo XX dividiéndonos en “Conservadores y Demócratas”; luego, con Yrigoyen en el poder fuimos “Personalistas y Antipersonalistas”. Para 1946, fuimos “Peronistas y Antiperonistas”, una diferencia que la Revolución Libertadora profundizó a fuego y sangre, con heridas que todavía hoy, sesenta años más tarde no han cicatrizado. Quizás, la más clásica diferencia entre “de River o de Boca” sirva para ejemplificar las desuniones genéticas que cargamos desde el pasado.

Ahora, porqué los argentinos no podemos encontrar el molde común, fenotípico y sobre todo psicológico que supere las antinomias, siempre circunstanciales, para hacernos dar cuenta que sobre cualquier diferencia flamea la hermosa Bandera Celeste y Blanca.

¿Será nuestro carácter, herencia de genes de dispar origen? Mezcla variopinta la argentina, criollos mestizados con españoles, árabes, franceses y sobre todo; más que todo, italianos.

Y este argumento da pie para abordar un fenómeno social sin el cual no se puede comprender la Argentina Moderna: la inmigración. Porque el proceso inmigratorio comenzado formalmente en 1870 echó las bases de este país y transformó la idiosincrasia ancestral. La mezcla de sangres fue realmente muy positiva para la configuración de un nuevo tipo social que le dio un impulso extraordinario a la Argentina decimonónica. Esa fusión dio como resultado la clase media argentina, pujante, trabajadora y plena de ideales de esperanza y teñida de religiosidad, lo que a pesar de que sea discutible le otorgó un sentido de proyección que se plasmó en los hechos y así fue como la Argentina del Centenario se ubicó por ese tiempo entre los primeros países del mundo.

Tal vez allí radique el problema de la falta de identidad, porque todos somos un poco todos. Basta ascender por la genealogía individual para encontrarse ramas sanguíneas dispares. Por eso llama la atención que todavía no se encuentre una cátedra universitaria dedicada a estudiar este importante fenómeno, circunstancia por lo menos sorprendente en un país que se ha formado con el aporte de la inmigración.

Si bien esto es cierto, no menos lo es el hecho de que de todos los inmigrantes europeos que tocaron suelo argentino, los italianos contribuyeron como ninguna otra colectividad a marcar el talante del hombre argentino. Y del estudio que se haga del transcurso inmigratorio, seguramente podrá variar el análisis histórico desde una visión del desarrollo económico hacia una historia social, tal es la importancia de considerar académicamente la inmigración.

Ese fenómeno, precisamente, fue el que movió a tantos a denominar a la Argentina como un “crisol de razas”, metáfora apropiada si entendíamos a este país como el fondo que recibió el material fundido o por su capacidad para fundir las sustancias, en este caso las razas. En rigor,  tal vez allí se halle el problema de la identidad, porque a esta altura conviene preguntarse si estamos en realidad frente a ese crisol o frente a un mosaico plural y heterogéneo en función de los distintos y diversos grupos que forman su tejido social.

Como fuese, en la consideración del cuadro, los italianos resaltan como el paradigma del inmigrante urbano asimilado.

Para comprender con más claridad el impacto social de los italianos basta recurrir a los datos de los primeros censos y comprobar su presencia mayoritaria, lo cual de suyo no podría sino haber marcado una impronta en todo sentido.

El Primer Censo Nacional de 1869 ordenado por Domingo Faustino Sarmiento arrojó un total de habitantes de 1.800.000, de los cuales 210.330 eran extranjeros. De éstos últimos, 71.403 (33,9%) eran italianos y representaban un 3,8% de aquella población.
Para 1865, en oportunidad del Segundo Censo Nacional, al 30 de junio de ese año, las estadísticas denuncian 4.044.911 habitantes, de los cuales 1.006.838 son extranjeros, de los que 492.636 (48,9%) son italianos,  que suman ya un 12,2% de la población argentina.

Cuando celebramos el Centenario, habitan el país 7.903.662 personas (Censo de 1914). De aquellos, 2.391.171 son inmigrantes, de los cuales 942.209  (39,4%) provienen de Italia y cifran el 11,9% de la población. Es el punto más alto del movimiento migratorio que a partir de ese año comenzará a decaer hasta llegar a un mínimo del 4.9% de presencia italiana en 1947, terminada la Segunda Guerra Mundial.

Durante esos casi setenta años de tránsito intenso de inmigrantes (1870-1950) y por la fuerza del número, los italianos fueron marcando una presencia insoslayable a la hora de encontrarle cifras a cualquier estudio. Los encontraremos en el campo, en las incipientes industrias y entidades financieras. En las artes y los oficios, e incluso en la política, aunque este tema sea todavía discutido, puesto que los que llegaron con pasado militante, en cierta forma continuaron en la misma línea. Así se agruparon como “Mazziniani e anarchici”; “Cattolici e massoni”; y luego de la Posguerra, ya establecidos en la Argentina continuaron discutiendo su preferencia entre “Fascisti e antifascisti”. Pero el ingreso a la política local no estuvo tan difundido sino hasta los tiempos del peronismo.

Indiscutible es en cambio el protagonismo de los peninsulares en la colonización agrícola de las provincias de la Pampa Húmeda donde hubo una preeminencia de Piamonteses, especialmente en Santa Fe y Córdoba.

Otro de los terrenos donde estos inmigrantes dejaron una impronta imborrable es el campo del periodismo. Comenzaron por publicar revistas con nombres itálicos en idioma nacional primero y luego bilingüe donde reflejaban sus costumbres, recordaciones patrias y religiosas; en su mayoría con una connotación regional, editados en dialecto como “L’Italia del Plata” consumida sobre todo por los meridionales. Del mismo modo los había en piamontés, véneto, friulano, toscano y siciliano, una de las regiones que más inmigrantes aportó.

Sin embargo, a pesar de que a esta altura podríamos decir que la asimilación de los italianos a la sociedad argentina no ofreció mayores problemas, en los hechos estuvo muy distante de ser así. Por el contrario, como todos los inmigrantes en algún punto fueron  resistidos y hasta expulsados. Hay que recordar que cuando se los supuso peligrosos, aquella Argentina avanzada del primer Centenario dictó leyes represivas como la Ley de Residencia en 1902.

Esa soledad y aflicción los llevó a reunirse en asociaciones que luego precipitaron en las Sociedades de Socorro Mutuo (Italianas, Españolas y Sirio Libanesas). Allí encontraban cobijo los recién llegados y trabajo de la mano de un compatriota ya afincado, atención médica y contención espiritual cuando la nostalgia les rasgaba el espíritu. En esas instituciones se practicaban los juegos populares de sus tierras, se entonaban las canciones que dibujaban en un éter inconsolable la costa dejada atrás y que muchos nunca más volvieron a ver. Las emociones corrían con el recuerdo de “la mamma” y la familia que esperaba una carta o la noticia de que todo iba bien y se mandaba a llamar al hermano, a los padres o a la esposa que portaba en brazos el crío que el emigrado no vio nacer. Sin quererlo y sin saberlo habían hecho nacer el mutualismo, lo que sería el gran negocio de otra institución que también ellos nos legaron: el sindicato.

Iniciaríamos un largo detalle de hechos históricos, lugares, ciudades, templos, modismos, comidas y costumbres argentinas que asumimos a diario y que reconocen origen italiano. Tantas de nuestras canciones patrias han sido compuestas en su música o en su letra por ellos: Aurora, canción oficial con la que se iza la Bandera, es el aria de la ópera de igual nombre, inspiración de Héctor Panizza, un hijo de italianos, perfeccionado en su patria paterna.

El argot del lunfardo se ha colado en nuestras expresiones diarias, y no reconoce fronteras sociales, ni siquiera culturales, alguna de esas palabras siempre encuentra un lugar para demostrar la fuerza y la tradición heredada.

En síntesis, eso somos, un poco de esto, de aquello y algo más de italianos. Hemos alcanzado la estatura cultural de sus universidades centrales y del norte; albergamos en algún tiempo más italianos que en Roma; pero tenemos un marcado acento meridional;  el exabrupto del napolitano, la calidez de los calabreses y el sentido de independencia de los sicilianos que todavía hoy quieren desprenderse del continente.

Mezcla sabrosa con el malevo criollo,  orgulloso y recio, prepotente, altanero y rapaz, pero incondicional para con el amigo, más cuando éste alguna vez se ha jugado por él.

Habría que estudiar más profundamente la inmigración para detectar en medio de ese aluvión humano qué rasgos distintivos fueron sobreviviendo a las distintas mezclas sanguíneas del último siglo, tal vez así consigamos entrever los datos esenciales para poder definir qué es un argentino y proclamarlo como modelo de una identidad nacional hasta ahora no reconocida para este Bicentenario.

Tal vez, de ese estudio comprendamos que hemos unido la advertencia sarmientina de que “ese mal lo llevamos en la sangre” y por eso, en la Argentina actual “el que no llora no mama y el que no afana es un gil”.-  

Ernesto Bisceglia

 

 

 

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