En los albores de la década de los noventa, Elsa Villalobos guarda para siempre su portafolios de maestra, profesión en la que se destacó, e inicia su avetura en los laberintos del arte asistiendo al taller de María Eugenia Pérez. Poco a poco va construyendo una imagen propia, compleja, poética y ricamente expresiva; siempre inmersa en los mundos míticos de las antiguas culturas americanas de la región del Noroeste.
La rica síntesis de formas con la que da comienzo a su propuesta artística contiene un correlato en una paleta cálida en la que predominan el amarillo, los ocres, tierras, rojos, para perderse en verdes terciarios. Esta gama colorística plantea un especial ámbito en el que el espacio se rebate, pierde profundidad, deviene plano, quebrado por sutiles superposiciones. Dentro de este mundo que se mueve entre el mito y la nostalgia, la textura a su vez planta en algunas obras una especial expresividad, creando un ámbito idílico totalmente ajeno a la inquietud y la angustia. Muestra de esta manera, su forma de concebir lo heredado de aquellos lejanos universos americanos que actualiza en obras totalmente modernas.
Al respecto, afirma la crítica española Yolanda Guerrero Otero en la Enciclopedia Ibeoramericana de Artistas Plásticos contemporáneos: "La obra de Elsa Villalobos presenta la traza de una cosmogonía propia (...) animales y tótems, caminos celestiales y formas imaginarias pueblan sus composiciones " (Guerrero Otero 2004).
Incursiona también en un planteo geométrico siempre inspirado en elementos reales, planos de límites rectos y curvos en los que el color tiene el espacio necesario para desarrollarse, estructuran la composición. En todas sus obras la luz hace notar su presencia. Por esta sutil y exquisita obra, Villalobos ha recibido algunas distinciones. Realiza a su vez numerosas muestras individuales y colectivas y participa en numerosos salones.