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SARA ADELA CARO DE KORSENIECKI

Por Ricardo Federico Mena

Una mujer paradigmática

ara Caro de Korseniecki es la primera dentista que ejerció su profesión en la ciudad de Salta. Es una escritora que siempre se mostró renuente a la publicación de sus obras, aunque según sus manifestaciones, la creación fue más fácil realizarla en verso. Entre ellas merecen mencionarse una de carácter familiar y una historia del pueblo de Coronel Moldes. Es un retazo ejemplar y memorioso de la Salta de antes y espejo de conducta para las generaciones venideras.

Entrevista

Todas las tardes, cuando la oración comienza a insinuarse en el horizonte SARA ADELA CARO, solicita a quien se encuentra en las proximidades, un pronto traslado hacia el patio trasero de la casona, ubicada en el 472 de la calle Deán Funes. Hasta momentos antes acostumbra como todos los días, a permanecer en la sala donde los retratos antiguos, desde sus atalayas murales, le hablan un lenguaje de tiempos pasados y contemplan cotidianamente su vigorosa ancianidad.

Hoy es un día no convencional pues se repone, acaso trabajosamente, de un problema respiratorio que abatió transitoriamente sus lozanos noventa y seis años. Gusta sentarse en un amplio y mullido sillón, desde donde contempla la fotografía de su madre ubicada sobre el hogar a leña, mirándola con cariño desde todos los rincones del recinto. Sara Caro desliza su mirada siempre ansiosa hacia un mueble atiborrado de fotografías. Allí, en lugar destacado, los ojos claros y mansos de su esposo la observan con amor irrenunciable. Mientras la trasladan se oyen detrás de las puertas, risas y juegos de los nietos que viven allí o bien la visitan amorosamente por las tardes. Ella no ha tenido hijos en su matrimonio, pero son tantos los sobrinos que apacientan su devoción por ellos, que es como si los tuviera. Los llama sus hijos nietos y de hecho lo son, pues derrama sobre ellos sin retaceos el amor de todos los instantes. Dos la conducen amorosamente, tomándola de los brazos, pues el insulto de la enfermedad ha sido suficientemente intenso para agraviar el vigor de sus años. Pienso en la fuerza de su anima y en la deferencia en recibirme. Mientras esto medito, mi mente navega en libres flotaciones hacia los momentos previos que me condujeron hasta su casa. La tarde en su cenit exhibía con desmesura el esplendor de la primavera. Levanté la mirada hacia el cielo purísimo y contemplé su paño azul creyendo percibir el suave aleteo de una brisa intáctil, que mantenía suspendida en lo alto una bandada loca de golondrinas. Sus acrobacias inverosímiles rayaban el techo de la ciudad, que se sacudía bajo el paso de colectivos y automóviles. Nada parecía perturbar la tranquilidad de esa casa iluminada por un sol salvaje de las cinco de la tarde. Presentí que ella me esperaría a la hora convenida, por lo cual extremé las precauciones, pensando en la gran verdad de la frase que dice: “La puntualidad es la cortesía de los reyes”.

Efectivamente, me esperaba elegantemente vestida, lo cual avivaba su serena madurez. Experimenté una gran alegría al contemplar nuevamente su rostro un tanto afiliado por la reciente convalecencia. Es una gran anfitriona y luego de los saludos renovados y cariñosos, me invita a sentarme en el mismo sofá donde ejercita sus largas meditaciones. La transitoria debilidad que asalta su cuerpo la obliga a sentarse en una silla alta y confortable, desde donde domina todo el ámbito del recinto. Desde un principio acordamos conversar libremente, sin ataduras ni esquemas preestablecidos, de modo que solicité autorización para grabar lo conversado, al no confiar yo en la fragilidad de mi memoria. Abrí el fuego preguntado acerca de qué temas quería hablarme, y picarescamente respondió: “Te puedo contar desde los cuentos de Salgari que leía desde que tenía seis años”.

Volvió súbitamente los ojos hacia sus navegaciones interiores, donde los olores de la infancia le hacían ver los colores del pasado. Creí percibir escondido en los meandros de la voz, los vahos de una compunción que regresaba sigilosa desde las penumbras de un tiempo jamás olvidado.

La infancia

Tenía una memoria magnífica, pero no sé, desde cuándo ni dónde, un buen día me dio un espasmo cerebral que me provocó la falta de coordinación entre el pensamiento y el lenguaje. Yo mismo me asombraba de mi memoria hasta que ocurrió este percance.

Por momentos la voz se le pierde en la confusión de la convalecencia y al darse cuenta de ello se disculpa haciéndome notar que hoy no es un buen día para conversar, pues siente la debilidad propia de quien aún no se ha curado del todo. Continúa diciéndome: “me gustaba escribir, pero ahora no puedo hacerlo y con la simpatía que la caracteriza, recalca que posiblemente se deba a que la mano se echara a perder, por haberla utilizado tanto sacando muelas”. Luego de decirlo ríe con inesperada jovialidad. Debo aclarar a quien no conoce a Sara Adela Caro, que es la primera odontóloga salteña que ejerció en la provincia. Cuenta que su afición por la literatura la lleva a escribir una gran obra en verso sobre la historia familiar, hoy en poder de su sobrino, el prestigioso periodista Gregorio Caro Figueroa. Escribió asimismo una sabrosa historia, plena de anécdotas acerca del pueblo de Coronel Moldes, donde recalaron según sus manifestaciones una pléyade de médicos y profesionales que huyeron de la Gran Guerra. “Llegaron a este país y se establecieron en un Moldes que por aquellos tiempos contaba con un hospital pobrísimo”. Relata que parte de su infancia la pasó en ese Moldes lejano, donde todos sus pobladores constituían una sola famillia y cada nacimiento inundaba el pueblo con vahos de manzanilla y las gripes se curaban con otras de canto. Aclara en este momento que su pueblo de nacimiento fue en realidad Cerrillos.

La conversación se hace cada vez más cálida y la voz, al amparo de los recuerdos vuelve a cobrar su antigua energía. Súbitamente pasa a historiar las antiguas residencias, esa que caracterizan y denominan al pueblo: las casas de las recovas. Una de ellas perteneció a una de sus tías, “rubia italiana casada con un terrateniente de apellido Messonez” que aglutinaba propiedades que abarcaban hasta Osma. “La casa era digna de mirarse y una de ellas, ya que eran dos, perteneció a la familia Cuesta y fue restaurada luego de un terrible terremoto”.

La conversación se interrumpe agradablemente por unos instantes, cuando una de las nietas se acerca portando una bandeja poblada de antiguas platerías, donde el té se frotaba mansamente sobre la tersura de dos tacitas de porcelana oriental. Propongo una pausa ya que por prescripción médica le está prohibido ejercitar largas conversaciones.

“He vivido muchas vidas, continúa y mi padre criollo de aquí fue maestro nacional. M madre era italiana y recaló en este país en circunstancias muy especiales. Su madre o sea mi abuela ya viuda, tenía un hermano cura que ejercitaba su ministerio en Marsella. Un buen día por razones desconocidas el gobierno francés ordenó que todos los sacerdotes abandonaran el lugar. El azar quiso que contactara un barco que venía hacia la Argentina, haciendo escala en Río de Janeiro. Las vicisitudes de la vida hicieron que al estar muy enfermo el sacerdote, se reclamara en el país la presencia de alguien del estrecho círculo familiar. Quiso esta circunstancia que mi abuela se viera obligada a viajar dejando en el apresuramiento a sus dos hijas en Italia, solas hasta que volviera, en un internado. El viaje fue de una inclemencia insuperable, lo que motivó prometerse jamás retornar a su lugar de origen y menos en barco”. Al recordar estos detalles, sus ojos adquieren la emocionada lumbre de los recuerdos y su voz adopta la fuerza melancólica de los vientos de Coronel Moldes.

“En consecuencia, al no haber autopistas que unieran Italia con Argentina –se ríe- decidió traer a sus hijas y fundar la familia en este suelo. Mi madre se casó con este jujeño residente en Salta y su hermana con el terrateniente Messonez”. La conversación discurría levitando suavemente sobre las argentarías dispuestas sobre el aparador y la voz vuelve a encenderse, cuando relata la historia del tapado del cerro del Fuerte. Relata vívidamente lo concerniente a ello: “Vi hasta los planos”, rememora y detalla cada uno de los elementos que lo configuraban. “Mi tío los tenía y cuando fue a buscarlo, lo trajeron muerto”. La voz se hizo más honda y un silencio opresivo tiñó cada uno de los rincones de la sala. Me pareció que la opresión se hacía tangible, acaso como los recuerdos no deseados y me propuso cambiar de escenario y dirigirnos hacia el patio trasero. Seguí cada uno de sus movimientos y en cada uno de ellos, descubrí la voluntad suprema de luchar por sentirse bien. A no dudarlo Sara Caro ha de conseguirlo, como consiguió tantas cosas en la vida.

La leyenda del tapado va desvaneciéndose en aire de la tarde y con un convencimiento muy íntimo me prometo desarrollarlo en una próxima entrevista. El patio exultaba de fragancias y colores. Sara Adela Caro supervisa todas las tardes la eclosión de los botones florales y la disposición de los tiestos, donde cada planta a determinadas horas debe recibir los beneficios de la luz o de las sombras. A lo lejos, en la copa de un árbol se distingue un pájaro de pecho amarillo y alas marrones, desgranando un canto nostálgico y desconocido. Pienso en la levedad de un segundo que se trata de una canción de amor, donde el ave llama a su compañera como una de las formas de escapar a los sobresaltos de la soledad...

“Mi abuela italiana se llamaba Manuela Tartaglia de Santoro, y ¿sabes lo que ello significa? Lo dice inundando la sala con su risa fresca: quiere decir tartamuda”. “Mi madre no quiso regresar nunca a su país donde la aguardaban los recuerdos buenos y malos. Estaba interna en un colegio en la época de la guerra de Garibaldi. Mi hermano Carlos que estaba de agregado del gobierno en Italia la invitó a regresar, pero ella a último momento, dispuso no viajar, cediéndome su pasaje. Ese fue el motivo por el cual viajé y recorrí todos los lugares que mi madre conocía”.

“Mamá al llegar a la Argentina ingresó, junto a la tía rubia y de ojos azules, directamente en le colegio del Huerto -cuando recién se fundaba- hace cien años. Allí se recibió de profesor de piano, de música y aprendió a coser y a bordar. Se recibió de todo, menos de maestra. Mi padre era uno de los pocos docentes que, cuando había que fundar una escuela, allí partía: fundó una en Campo Santo, otra en Cerrillos y la escuela de Puerta de Díaz. Trabajaba también como secretario civil de una oficina del ejército en Cerrillos. Permaneció allí unos cinco años y es el motivo por el cual una hermana mayor, mi hermano Armando, la mamá de Laurita (Laura Marrupe de Fuentes) y yo, somos cerrillanos. Fuimos diez hermanos comenta, para luego acotar: “Tenías que ver lo que era esa mesa”.

La juventud

Le propongo una nueva pausa para evitar que la voz se evapore en los tremedales del cansancio, y continúo mis preguntas. Cuénteme como despierta su vocación por la odontología, cuando su mundo eran las letras y la filosofía. “Mi vocación por las letras la tuve desde siempre. Leía cuanto libro se ponía cerca de mí, sin importarme si era bueno o malo. Mi padre no sólo era maestro afuera, sino también adentro. Yo aprendí a leer antes de ir a la escuela. Tenía mucha facilidad para aprender, de modo que cuando llegué al colegio secundario, había leído todos los libros de la biblioteca de mi padre. Ingresé al Colegio Nacional, pues desde ningún punto de vista quería ser maestra. En este colegio no había mujeres pues el magisterio se estudiaba en la Escuela Normal.

En el colegio tenía que hacer cinco años y fui una de las primeras mujeres en transitarlo. Allí descubrí que mi vocación era leer y escribir. Cuando me recibí de bachiller, me fui sola a Bs. As. para estudiar Filosofía y Letras. Corría el año 1926, cuando la mujer dentro de la sociedad era poco menos que un estropajo. Encontré gran apoyo en la familia. Tenía un hermano mayor Alberto, estudiando medicina en Bs. As. pero se recibió al poco tiempo. Mi tío cura me buscó un pensionado de monjas. No pude quedarme en él, pues ellas dijeron: Las reglas de la casa son que nadie puede salir ni entrar después de las seis de la tare y mis clases en la Facultad empezaban recién a esa hora. Alberto trató de desilusionarme, pero al fin convencido de la inutilidad de su gestión, me consiguió una casa da familia de su amistad donde puede establecerme. Permanecía tres años en Bs. As. y luego de ese tiempo me di cuenta de la inutilidad de mi empeño. No quería seguir estudiando esa carrera llena de introducciones. Escribí a mi padre pidiéndole consejo y perdón por la decisión tomada. Me embargó una tristeza profunda y mi madre, muy práctica dijo: “Lo que te hace falta es un trabajo”. Siendo presidente del Consejo de Educación el Ingeniero Rafael P. Sosa me destinó a una escuela en calidad de maestra. No pude resignarme y desestimé la propuesta. Fue entonces cuando mamá en su gran practicidad, me aconsejó estudiar Odontología. Así partí en el año de 1930. Luego de recibida pasé a trabajar de inmediato y mi primer consultorio lo tuve en la calle Alvarado 921. Había dos dentistas de mucho prestigio recibidos en Harvard y sus placas decían American Dentist. Mucha gente no podía pagar sus servicios, por lo cual comencé a trabajar con esa clientela. Me sobraba trabajo. Eran los doctores Alberto de los Ríos y Luis Diez.

El amor

La conversación se agota en los numerosos puestos de trabajo que le tocara desempeñar, cuando surge una nueva pregunta, acaso un tanto imprudente: Dígame Sarita: ¿ Y el amor, qué puede decirme acerca de él? La mirada se torna brillante y me contesta: el amor es una cosa seria, mejor es olvidarlo. Insisto en mi pregunta y me cuenta que a pesar de haber transcurrido cinco años en el Colegio Nacional, no tuvo trato ni interés por los muchachos. En Buenos Aires en mis épocas de Faculta me ocurrió otro tanto.

Descubría entonces que me atraía la gente distinta que hablara otros idiomas, que tuviera otras vivencias distintas a la gente de aquí. Así conocí a mi marido que trabajaba en la Inag y vendía productos de odontología. Se llamaba Jan Korseniecki, de origen polaco. Venía desde Tucumán a cobrarme la cuota de crédito con que comprara mi consultorio. Lo odiaba al principio –dice riéndose- hasta que finalmente llegó el amor de la mano del intelecto, pues era un hombre inteligente y culto. Yo tenia casi treinta y cinco años.

Del amor derivamos nuevamente a la literatura y luego a los problemas gremiales por los que pasa la odontología. Ella promete buscar algunos de sus poemas y yo me comprometo a buscarlos con el secreto fin de publicarlos. El material no se extingue en esta nota y la conversación grabada termina jocosamente, pues nuestra entrevistada manifiesta que quiere seguir escribiendo pero para ser leída en Internet. Ella misma se ríe ampliamente con el ingenio de su salida.

Subrepticiamente, casi sin que se percatara, Laura Marrupe, desliza entre mis manos el tesoro de sus versos compuestos no hace mucho tiempo, para ser más precisos en el año 1996. Están dedicados a su sobrina bisnieta María Laura de los Ríos Fuentes. De ellos extraigo unos cuantos que expresan su extraordinaria sensibilidad de poeta:

Carta a Laurita

Laurita de los cielos, Laurita del mar,
¿Cómo fue que bajaste a la tierra?
Si en alas de un ensueño, de una estrella fugaz,
¿Te trajeron las hadas en carroza de flores,
o te prestaron ángeles sus alas de cristal?
Eres como la nube rosada de destellos.
De un amanecer de rosas, de jazmienes en flor...
Las estrellas se ocultan ruborosas al verte.
Deslumbrante de rayos luminosos que miran
De los más bellos ojos, que se abren en tu faz...

Y le ruego a los astros, a todo lo que adorna.

¡Del Eden del Señor, linda como a tus seres milagrosos de gloria, exultantes de fe el alma inmaculada de mi niña de amor!

Y te ruego también señor, de los que siguen.

A tus plantas rendidos de tan largo vivir. Que me dejes mirarte, desde el eterno lar. Tu florecer en cantos, en lirios y en bondad, que ya llevas impresas en tu pequeño ser.

Afuera las sombras se enseñoreaban en los retazos de la tarde, y una brisa fresca arrastraba hasta mi memoria el eco profundo de sus palabras. Los techos de las casas comenzaban a perder sus contornos, mientras mi memoria recordaba a Sara Adela Caro de Korseniecki, erguida en la sala de sus meditaciones, investida de esa paz y serenidad que ostentan las mujeres de verdad. Ella ha cumplido largamente con su familia y con la sociedad, de la cual es un retazo importante. Son éstas las prendas por las cuales la salteñidad no debe internarse en los páramos de la desmemoria.

Sara Adela Caro es patrimonio no sólo de su familia, sino también del recuerdo memorioso de Salta.

 

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