Mientras estamos rescatando su voz quedaba y latente en hojas inhallables, vuelvo a verlo en la noche lleno de sueños y de capa.
Dueño de la belleza. Poseyéndola distraído y ausente."
He aquí los tres últimos versos de un soneto:
Parte mi corazón. Y en vano parte.
Hubo una sola forma de olvidarte
y fue la de no haberte conocido.
SIN RETRATO
Aquí donde el libro se abre,
debió estar, como se impone,
con el negror de sus barbas
y el oro de sus galones.
No está porque su figura
entró con él a la noche.
Partió sin dejar retrato,
por lo cual no es menos prócer.
Se descuidó de su luz,
de su imán y de su porte.
¿El incendio y el torrente
sueñan en ser medallones?
Para dibujar la estampa
del Güemes que hoy se conoce,
los pinceles escucharon
la voz antigua del monte.
Orillaron la memoria
del cerro que fue su molde,
la de los fuegos agrestes
y las guitarras insomnes.
Alguna lanza olvidada
también arrimó sus voces,
y el viento que anda sin rostro,
sin edad y sin colores.
Se olvidó de su retrato,
pero dejó sus acciones,
donde se lo ve como era
al resplandor de su nombre.
Trajinante como el río,
que hasta duerme en el galope,
la guerra no le dió tiempo
de posar ante pintores.
II
SALTA
Cóncava como el amor,
la modela una quebrada,
en un clima que dibujan
golondrinas demoradas.
Para cantarla no quedan
cuerdas de oro ni de plata,
cuando es el Himno Argentino
quien para siempre la canta.
Estirpe india y española,
tuvo por cuna una fragua,
pues fue quemada dos veces
y fue tres veces fundada.
Como lindero, hacia fuera,
es primera en la batalla;
y por lindero, hacia dentro,
ha de ser la más lejana.
Como la perla, en su valle,
antigua y nueva se engarza,
que en ella, como en la perla,
el pie del tiempo resbala.
Esta calle, por ejemplo,
está como antes estaba.
Hace dos siglos que late
el aldabón de esta casa.
Don Gabriel Güemes Montero,
que es Magistrado de España,
lleva a su hijo Martín
al campo de la Tablada.
Es un español el viejo
con dos nudos en su raza,
por ser español y vasco
a fe de su escudo de armas.
Pronto a partir está el niño
hacia el Río de la Plata,
como soldado del Rey,
para orgullo de su casa.
Se agregan a despedirlo
sus hermanos y su hermana,
y esa doña Magdalena,
la madre de recia estampa.
Como hija de un general,
besa al niño de su pasta,
que en la edad de los juguetes
decide tomar espada.
Oyen misa en San Francisco,
que por cierto es misa de alba.
Están dialogando afuera
los gallos y las campanas.
Un burrito leñatero
por el empedrado avanza.
Ceniza de la pelambre
donde el ojo es una brasa.
Una dama de altas formas
va por la acera de lajas.
Con su muralla de seda
el miriñaque la ampara.
La saluda un caballero,
frac azul y medias altas,
y una mulata vocea
sus claveles y empanadas.
Aparece un capitán
que suele teñir sus canas
con el barro y la humareda,
en luchas contra la indiada.
Lo sigue un tardo lebrel,
pelo negro, orejas gachas,
con aire de haber andado
también en esas batallas.
Cuando salen de la iglesia,
ya el carruaje los aguarda,
con lo que ha sido dispuesto
para el niño en las petacas.
Esa manta de vicuña
en cuya dorada trama
va un poco de sol norteño
para el frío de la pampa.
El arrope y la chalona,
la miel y el queso de cabra,
y ese dulce de cayote
que sólo fabrica Salta.
III
LA PARTIDA
Prontas están para el viaje
las carretas entoldadas,
junto al cerro San Bernardo
que ya echó el sol de su espalda.
Viajeros, muchos viajeros
trajinan y se preparan;
las mujeres con rosarios,
los hombres con grandes armas;
que entre Salta y Buenos Aires
hay medio año de jornada.
Para ese viaje tan largo
por cerros, montes y pampas,
los bueyes en cuatro yuntas
amasan toda su calma.
Entre lágrimas y ruegos
la despedida se alarga.
Que se guarde de los fríos,
que lo esperan en la Pascua.
Este que encarga un espejo,
aquél una porcelana,
y quien pide simplemente
que le lleven una carta.
Las carretas han partido
aunque en alejarse tardan.
Robando viaje en los ejes
unos grillos se delatan.
Un revuelo de palomas
el campo de la Tablada
ha de ver por largo rato
en los pañuelos que se alzan.
Será el último en borrarse
el pañuelo de Macacha,
y Martín mira de lejos
el saludo de su hermana.
Y cuando ve que el pañuelo
pliega en el aire sus alas,
sabe que en esa blancura
desaparece la infancia.