Por José de Guardia de Ponté
La identidad de un pueblo es como decir la “definición de un pueblo”, constituye “el nosotros” que nos diferencia de “el aquellos”, y en buena forma es un conjunto de valores, creencias, normas de conducta, sistema de relaciones y de representaciones, es aquello que establece un orden y confiere sentido a la vida del núcleo social.
La identidad supone en primera instancia una función de reconocimiento, el DNI de un pueblo, una identidad que se manifiesta en la distinción, en la singularidad, en las normas que rigen la constitución de la vida social, sus formas y sus esquemas fundamentales en cada momento de su historia.
En segundo lugar está la posibilidad de la “opción”, ya que cada individuo puede identificarse a un grupo social y asimilarse al mismo aunque algunos estudiosos afirman que esto no es posible.
La identidad está insertada en la estructura social y mental. Es una cultura internalizada, que históricamente implicó una serie de procesos de sincretización y estos procesos son más o menos complejos e intrincados.
Y esta cuestión de la “identidad” está siendo vigorosamente debatida en la teoría social. El argumento en esencia se funda en los cambios que ha aparejado el fenómeno de la Globalización y/o de la revolución de las comunicaciones. Este fenómeno único en la historia humana ha desestabilizado el mundo social que durante tanto tiempo se hallaba seguro dentro de su cultura y ha producido un declive, lo que da origen a un nuevo ser humano que tiene por principal característica la de ser un ente fragmentado y a la vez individualista.
Y el hombre pos-moderno o bien llamado ahora neo-pos-moderno, sufre de una “crisis de identidad” que a la vez es parte de un proceso más amplio de cambios dislocantes que generan una nueva estructura moderna que podrán ser o no un anclaje estable en un futuro mundo global.
Para esta situación y dentro de nuestras perspectivas la “preservación del patrimonio cultural folklórico” aparece como una respuesta para una sociedad culturalmente avasallada, invadida, despojada y sobrepujada por otra cultura en proceso de expansión; y dentro de esos procesos están también ciertas reacciones, que pretenden hacer frente a la globalización, las resucitaciones de viejas identidades étnicas, religiosas, raciales, culturales, territoriales que se daban por desaparecidas, las cuales por cuestiones de reivindicaciones políticas y/o sociales justas y legítimas afirman su realidad y persistencia histórica en distintas escalas pugnando por una confirmación y/o reconocimiento en espacios geográficos, políticos sociales, culturales y económicos. Esta realidad exige una necesaria reflexión y estudio, hay que separar la paja del trigo, ya que no se puede por el sólo hecho de preservar el patrimonio cultural folklórico disfrazar una cultura con otra.
Lo sano en primer lugar sería ante todo reconocer la pluriculturalidad existente en los medios urbanos y rurales, configuración de diferentes mundos y realidades que se producen del proceso inmigratorio constante que caracteriza a nuestro país.
En segundo lugar sería desechar la vieja visión unitaria porteña que excluyó desde el vamos a todo color extraño de piel y cultura reescribiendo una historia esforzada en forjar una imagen argentina como nación de raíces europeas monocromáticamente homogénea.
A este respecto no debemos caer en la polaridad identitaria que marca a la sociedad "blanca", "alfabeta", “desarrollada", "moderna", "industrial", "urbana" en contra de una sociedad "subdesarrollada", "analfabeta", "tradicional", "rural", "indios", cuestionada y satirizada como “inculta”; Ni tampoco en la trampa del doble discurso que celebra la diversidad y por el otro lado la niega.
A partir de estos elementos nuestra comprensión del fenómeno de la identidad se resuelve como una expresión colectiva y simbólica, una sana relación hombre – sociedad - naturaleza, con sus ritos y sus creencias; sus mecanismos que permiten mantener vigente el sentimiento de adscripción común en la percepción de sí mismos. Como dice Greiger: “Todo hombre es, en ciertos aspectos: 1° como todos los demás, 2° como algunos otros; 3° como nadie”.
El patrimonio cultural folklórico en este sentido se establece como la esencia de la identidad que reforzaría e integraría los paisajes culturales dando forma al concepto del ”sentido de uno mismo” porque en definitiva la identidad no es un problema “… sólo constituye un problema cuando está en crisis, cuando algo que se asume como fijo, coherente y estable es desplazado por la experiencia de la duda y la incertidumbre” (Mercer 1990: 43).
Nuestra misión es construir una convivencia armónica y de paz que nos permita mirarnos en los ojos de los otros y reconocernos en ellos, sin convertirnos en lo mismo, pero tampoco en algo absolutamente diferente.