Por Luis Borelli
Hace tiempo, en un olvidado pueblito de Salta, habían dos hombres que tenían inmensos "coto-bocios". Cuentan que los cotos eran tan grandes que los hombres cuando salían a la calle, tenían que hacerlo con una carretilla "porta-coto".
Uno era Ramón, y el otro Jacinto. Ramón era tímido, razón por la cual se cansó de las burlas y un día resolvió alejarse para siempre, de su pueblo natal. Jacinto, el otro "megacoto", era extrovertido, fanfarrón, y quizá, por eso, soportaba las pullas, aunque también vivía atormentado.
Ramón, resuelto a irse del pueblo, se echó al monte, tomó su carretilla "porta-coto" y partió con sus pertenencias. Caminó tarde y noche, por selvas y montes, hasta que cansado se acostó a dormir. Al día siguiente, continuó adentrándose en la espesura.
Al segundo día, encontró un árbol inmenso, que tenía muy limpio los alrededores. Inspeccionó el lugar, observó su copa y descubrió que era posible subir con el "megacoto" a cuesta. Ramón, convencido de que estaba en el lugar que tanto había buscado, decidió eligir ese hermoso Pacará para que sea su vivienda, vaya a saber por cuánto tiempo. Acomodó sus cosas, hizo fuego y comida, y al final, subió como pudo hasta la rama más alta y gruesa para pasar una noche tranquilo. Se acomodó y a poco, concilió el sueño. Durmió hasta pasada la media noche, cuando se despertó por el barullo de conversaciones que no entendía, pero que venían desde bajo del árbol.
Se asomó con sigilo por entre el follaje, y vió unos bultos que parecían estar participando de una curiosa reunión. Creía estar viendo visiones, pero a poco cayó en cuenta que estaba frente a una salamanca, los cuales al parecer habían hecho la limpieza alrededor del árbol y, luego, prendido una gran fogata de la cual emanaba un fuerte olor a azufre, mientras uno de los seres del Averno tiraba sobre él, víboras, sapos, ranas, serpientes, lagartijas y culebras.
Vió que después de prolongadas conversaciones, los "astudos", aferrados de las manos cantaban y bailaban alrededor del árbol, como si fuera una ronda, diciendo: "Lunes, martes, miércoles tres"; "lunes, martes, miércoles tres"; y así sucesivamente. Tanto repitieron los estribillos, que Ramón, cansado, gritó: "¡jueves, viernes, sábado seis...!".
En el acto, el fuego se apagó, los diablos quedaron paralizados y levantaron sus miradas, en un silencio sepulcral. En la oscuridad, los saltones y rojizos ojos de los mandingas -que pueden ver en las más espesas de las noches- buscaban en lo alto del Pacará, al autor del canto, hasta que descubrieron a Ramón, que espeluznado tiritaba "coto i'todo" en las alturas, ya arrepentido de haber pronunciado palabra alguna.
Los maléficos, de un solo salto bajaron a Ramón, que horrorizado esperaba ser sometido a los peores castigos del infierno. Ya en el suelo, fue mantenido en andas por las manos "quemantes" de sus captores que apestaban a azufre y huevo podrido.
Así permaneció hasta que Satanás en persona se hizo presente con toda su pompa, se acercó y le dijo: "Tu nuevo canto me gusta y estoy agradecido, razón por la cual te concedo una gracia, cualquiera que sea, en el acto se hará realidad". Y dicho esto, Satanás hizo un chasquido con los dedos de "fierro" de la mano izquierda de donde salió una llamarada que iluminó el monte y lo colmó de humo y olor a azufre.
Ramón, sorprendido por la reacción de los diablos -que sonrientes mostraban sus puntiagudas lenguas, sus afilados y grandes colmillos, mientras exhalaban un inaguantable y fétido aliento - pensó deshacerse del coto. Ansiosos y con la sonrisa congelada, las criaturas esperaban la repuesta de Ramón, hasta que éste, con asco y miedo dijo: "quiero que me saquen el coto", y no bien terminó de decir esto, Satanás chasqueó sus dedos, y en el acto el coto rodó por el suelo, rebotando como una bola, hasta caer sobre la cola de un diablo menor, que al moler su extremidad trasera, dio un desgarrante grito, mientras lanzaba tantas maldiciones, que Ramón casi muere de espanto y susto.
Timidamente Ramón levantó sus cosas y emprendió su regreso al pueblo, mientras a lo lejos escuchaba a la diablada, que cantaba: "lunes, martes, miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis". Ya en el pueblo, encontró a Jacinto, quien le preguntó cómo se había deshecho del coto. Le relató todo y casi sin escuchar el final, Jacinto salió por el árbol al que subió, y esperó la noche. A las 12 de la noche llegó la diablada, la que mientras esperaban la llegada de Mefistófoles, comentaban sus maldades diarias.
Finalmente con el Señor de las Tinieblas, la fiesta empezó, asiéndose todos de las manos y cantando alrededor del gran tronco, "lunes, martes miércoles tres, jueves, viernes, sábado seis". Jacinto, en lo alto de la copa, no esperó mucho y al escuchar "...sábado seis", a todo pulmón gritó "¡Domingo siete!" y en el acto, todo fue silencio, la gran llamarada se esfumó y los diablos paralizados, buscaban al osado cristiano que había tenido el atrevimiento de nombrar, en esta salamanca-chica, al "Domingo", el día de Dios, y acto seguido, un diablo a coscorrones bajó al pobre Jacinto.
Mandinga, impuso silencio e hizo traer el coto de Ramón que aún estaba a la orilla y se lo adosó al mismo lado del propio, quedando Jacinto con dos cotos. Mandinga, con una palmada hirviente le dijo: "Esto te pasa por opa. ¡Ya te vuá dar que me vengás con un Domingo siete" y dicho a duras penas salió el "superdoble megacoto" con su carretilla.