El cóndor no siempre usó la golilla que lleva tan elegantemente en el cuello. Se acostumbró a su uso después de haber sido derrotado, luego de una vergonzosa lucha, en la que lidió con un diminuto rival. La cosa ocurrió así: Don Cóndor había bajado al valle en ocasión de unas chinganas que se celebraban con motivo de la Semana Santa. En uno de los tantos bodegones instalados cerca de una plaza, don Cóndor conoció a un compadrito charlatán y pendenciero, muy conocido en el pago por su apodo de Chusclín. Se trataba nada menos que de un vulgar chingolo. Luego de una entretenida charla, en la que don Cóndor y el Chusclín alardeaban de hazañosas pendencias y famosas chupaderas, como fin de la charla, formularon entre sí una singular apuesta. Se desafiaron a beber vino: el que chupara más sin curarse (en Cuyo curarse significa embriagarse), ganaría la apuesta y el perdedor, es decir, el que se curara más pronto, pagaría el vino consumido y la vuelta para todos. Tanto don Cóndor como Chusclín empinaron sus respectivas damajuanas y se inició la puja. Don Cóndor, de buena fe, trataba de agotar el líquido de una sentada, sin reparar que Chusclín cada sorbo que bebía lo arrojaba al suelo sin que don Cóndor lo notara.
Como don Cóndor no estaba acostumbrado al vino como Chsuclín, pronto comenzó a sentir dolor de cabeza y para atenuarlo se ató un pañuelo, a modo de vincha. Cuando don Cóndor advirtió el juego de Chusclín, lo apostrofó y se le fue encima. Chuclín, veterano peleador, lo espero sereno y confiado. Poco duró la pelea porque Chusclín con un certero golpe sangró la nariz de su contrincante, que solo atinaba a defenderse. En el entrevero, el pañuelo que don Cóndor tenía atado a la cabeza, se le cayó y desde entonces lo lleva allí.