"Solía afirmar el Barbudo que él había ingresado al periodismo "por porro". Como la poesía no le dejaba tiempo para estudiar, y no conseguía superar el primer año en el Colegio Nacional (repitió tres veces), su mamá, cansada de que no estudiase, lo envió a buscar empleo. Así entró a trabajar, como cadete, en "El Intransigente", diario en el que se quedó treinta y cinco años. Empezó sirviéndoles café a los escribas y, poco a poco, se fue acercando a las Olivetti. Y pagó derecho de piso: pasaba en limpio la lista de las farmacias de turno y de los telegramas retenidos, y el resultado de los partidos de fútbol de las divisiones inferiores. Más tarde llegó a redactor, y subió hasta editorialista. Y escribía hermosas columnas y notas "de color".
Luis "Luchín" Andolfi
ucho me costó hilvanar las palabras para tributar mi homenaje al “Barba” Castilla, ¡Oh…, sorpresa!, anotado en el Registro Civil, al igual que su acta bautismal como “Manuel José Castilla”, nacido en Cerrillos el 14 de agosto de 1918, aunque su desaparición física se produjo el 19 de julio de 1980, en el mundo de las letras su figura renace permanentemente.
Así como me produjo algunos inconvenientes para esbozar los pensamientos para volcarlos al papel -en este caso que me brotaban del corazón-, algo parecido se me presentó con respecto al título que debía aplicar a esta nota.
Recordé, tras mucho divagar, de una frase del célebre poeta, novelista y ensayista francés Guillaume Apollinaire, el seudónimo de Wilhelm Apollinaire de Kostrowitsky (1880-1918). “Es el poeta que menos murió al morir”
A este grande de las letras argentinas lo conocí desde que me vestían con pantalones cortos en el desaparecido diario “El Intransigente”, donde mi padre ocupaba la subdirección desde los veintidós años, secundándolo a David Michel Torino. Fui creciendo y siempre admirando a este ejemplar que interrumpía su teclear en la negra “Rémington” para acariciarse su barba y levantarse los cabellos que se le caían sobre la frente.
Veintitrés años han pasado y su obra se mantiene fresca y vigente. La voz del poeta que se silenció el l9 de julio de 1980 es oída casi con la misma intensidad con que recitaba sus versos con sus compañeros de la redacción del diario, en las trasnochadas reuniones con los vates junto a Juan Carlos Dávalos, o en las carpas de su Cerrillo natal.
El “Barba” hacía bizarría de su ingenio. Por los avatares políticos en cierta oportunidad el gobierno, a los efectos de silenciar la constante oposición que le hacía la publicación, dispuso el traslado de todos los periodistas y gráficos para prestar declaración ante el Congreso de la Nación al sentirse un legislador “tocado” por un artículo del diario. La censura no tuvo efecto a raíz que se contrataron linotipistas y armadores de otras provincias y el material periodístico era escrito por estudiantes, amigos y distinguidos profesionales.
Aquí aparece la chispa de Manuel. Parodiando a una canción de moda escribió lo siguiente:
“Adiós muchachos ya me voy para Devoto…frente a la cana, me silva el coto”.
Años después fue clausurado “El Intransigente” y cambió el bullicio de las rotativas para dedicarse a vender choclos y zapallos frente a la plaza “9 de Julio”y a escasos metros del Cabildo Histórico, sitio que era rodeado por prestigiosos escritores del momento y de sus hijos que heredaron su veta literaria.
En 1956, “El Intransigente” vuelve a vocearse por las calles de Salta y el destino me lleva a ser compañero del Barba Castilla, junto a Raúl Aráoz Anzoátegui; Aristóbulo Wayar, Ervar Gallo Mendoza, Miguel Ángel Pérez, Walter Adet, Jacobo Regen, Víctor Abán, Benjamín Toro y Luis Andolfi. Por mi juventud era mimado por el poeta, autor de numerosas obras que lo hicieron acreedor de importantes premios. Entre los libros editados se puede mencionar, entre otros: “Agua de lluvia”, “La niebla y el árbol”, Copajira”, “La tierra de uno”, “Norte adentro”, “El cielo lejos”, “Bajo las lentas nubes”, “Cantos del gozante” y “Tres veranos”.
Al mediodía con un “vamos changuito” partíamos a comer picante de panza con algunos compañeros de la mesa de redacción al boliche de “Balderrama”, siendo los únicos privilegiados entre los parroquianos -en su mayoría obreros y aurigas de coches de plaza-, de comer con improvisados manteles productos de tiras de papel que extraíamos de las bobinas de nuestra fuente de trabajo.
Interpreto, con toda modestia, que expuse otra faceta de Manuel J. Castilla, propietario de una particular singladura literaria y muy poca conocida.