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El Cardenal

Hace mucho tiempo, cuando los Calchaquíes dominaban en Noroeste Argentino, Mamá Quilla (Luna) envió a su hija CHASCA para que ayudara a los hombres y les enseñara a sembrar y a aprovechar las hierbas como medicina para sus dolencias.

            CHASCA llegó a la Tribu del bondadoso PUNQUILLO, quién la recibió con simpatía y agradecimiento y le dio a su propio hijo ANCALI como esposo. ANCALI ayudó a CHASCA a curar enfermos y extraer valiosas medicinas de las plantas de la región, con gran desagrado del MACHI (el hechicero) de la tribu, que hasta ese momento había ejercido la labor de curandero. Este, deseoso de venganza, invocó a ZUPAY (diablo) para envenenar al cacique, y pronto PUNQUILLO cayó enfermo de un misterioso mal que las artes y los conocimientos de CHASCA fueron insuficientes para curar.

            Al morir PUNQUILLO, el MACHI arengo a la tribu con falsas palabras:

“CHASCA y ANCALI han causado la muerte de nuestro soberano – aseguró-  para ascender al trono. Atémoslos en una elevada roca y dejémoslos abandonados”. Así lo hicieron: maniataron a ambos jóvenes y los dejaron en un alto peñasco, mientras varios soldados y guerreros les apuntaban con agudas flechas. CHASCA, al ver que ANCALI recibía en medio de su frente un certero flechazo, unió su cabecita morena a la de él y pronto la sangre de ANCALI tiñó la cabeza de ambos prometidos. Fue entonces cuando Mamá Quilla, compadecida de los jóvenes, los convirtió en dos pájaros de pluma grises azuladas y cabecita roja, a los que conocemos con el nombre de cardenales.

Otra Versión:

  Cuando el añil y el rojo, el amarillo y el anaranjado, tiñeron el cielo y el cerro con los colores del crepúsculo, pintando con tonos de incendio las talas, los mistoles, las jarillas, los algarrobos y los guayacanes, los guerreros de Pusquillo, el valiente cacique calchaquí, descendían por los senderos de la montaña abrupta.
     Un deseo los animaba: llegar cuanto antes a su pueblecito del valle de donde salieran hacía ya cuatro lunas.
  Marchaban callados. Sólo se oían sus voces cuando alguno de ellos, advertido de algún peligro, daba el alerta a los demás.
  Al frente iba Ancali, el hijo mayor de Pusquillo, valiente como él y como él querido y respetado por su pueblo.
  Llegaron a un claro del bosque. Ancali se detuvo de improviso, indicando a los demás, con un gesto, que suspendieran la marcha. Su mirada sorprendida estaba fija en una figura extraña que su sagacidad había descubierto.
  Se acercó a ella con toda precaución temiendo que se desvaneciera, y pudo comprobar que era real. Una hermosa joven, recostada contra un corpulento pacará, dormía plácidamente. Un rayo de luna iluminaba su rostro pálido, y arrancaba destellos de plata de la túnica con que cubría su esbelto cuerpo.
  Rumores de admiración de sus compañeros escuchó Ancali. Se acercó sigiloso para no despertar a la niña y, cuando se hallaba cerca, no pudo reprimir su entusiasmo:
  -¡Acchachay! -exclamó muy bajo.
  Como al conjuro de una orden misteriosa, despertó la joven y al verse rodeada por desconocidos, los miró azorada. Se levantó con presteza y su mirada sorprendida se fijó en Ancali, alto, fornido, de rostro recio y expresión cordial que en ese momento con voz afable le preguntaba:
  -¿Quién eres y qué haces en los dominios de Pusquillo?
  -Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla. Mi madre me envía a la tierra para que siembre bondad entre los hombres -respondió la niña con dulce voz y expresión humilde.
  Era tanta su belleza, tanta sumisión había en el tono y tanta ternura en las palabras, que Ancali se sintió atraído por la desconocida. Siguiendo un impulso generoso le ofreció:
  -Ven a la tribu de mi padre donde serás bien recibida. Ven con nosotros...
  Un rayo de luna dio de lleno en el rostro de Vilca. Ella, entonces, creyendo ver en el hecho una demostración de la conformidad de Mama Quilla, su madre, aceptó agradecida.
  Se unió a los guerreros y al frente del grupo, al lado de Ancali, marchó por el sendero del bosque entre lianas y plantas trepadoras que caían desde las ramas de los árboles semejando cascadas de verdura.
     A la mañana siguiente, Ancali y sus guerreros, junto con Vilca, arribaron a los tolderías de la tribu.   

     Ancali y sus compañeros fueron recibidos con alborozo.
     Los cazadores se despojaron de armas y flechas entregando a sus familiares el producto de tantos días dedicados a la caza: venados, guanacos, suris, plumas vistosas de raro colorido, pieles de jaguar...
  Vilca, mientras tanto, permanecía ignorada. Nadie había reparado en ella. Junto a un arrayán florecido era muda espectadora de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
  De improviso oyó, a su lado, una voz que le preguntaba:
  -¿Quién es la imilla que con asombro asiste a la llegada de nuestros cazadores?
  Dióse vuelta la niña y  vio, junto a ella, a un hombre de cierta edad, de tez cobriza, cabello lacio y mirada penetrante. Llevaba en su cabeza una toca redonda que caía hacia la espalda en un pliegue de forma triangular. Era la tanga usada por los hechiceros.
  Segura, por este hecho, de que se hallaba ante uno de ellos, iba a responderle, cuando oyó al desconocido que, al tiempo que clavaba su vista penetrante en ella, sonriendo volvía a preguntarle:
  -¿Quién eres, extranjera? ¿De dónde vienes?
  -Soy Vilca -respondió medrosa-. Soy la hija de Quilla y de su reinado vengo.
  -¿Cómo llegaste hasta los dominios del gran cacique Pusquillo? -inquirió curioso el hombre.
  -Los cazadores me encontraron en el bosque y con ellos he venido...
  En ese instante, del grupo de cazadores se separó uno de ellos. Era Ancali, que con un precioso manojo de plumas de ave del paraíso se dirigía hacia donde se hallaba la extranjera.
  Asombrados miraron todos al hijo del cacique, y su sorpresa fue mayor cuando distinguieron a la desconocida que conversaba con Suri, el hechicero.
  Llegó Ancali hasta ella y ofreciendo a Vilca las hermosas plumas, la invitó:
  -Toma, Vilca... Adorna tus cabellos y acompáñame. Mi padre, el cacique Pusquillo, quiere verte. Ven.
  Obedeció la niña y pocos momentos después se hallaba ante el cacique quien, ganado por su simpatía y por su hermosura, la recibió afable y cariñoso considerando de buen augurio que Quilla, la reina de la noche, se hubiera dignado enviarles una hija suya.
  Mientras tanto Suri, el hechicero, despechado por lo que él consideró un desprecio, al no ser llamado para la presentación de la extranjera al curaca de la tribu, sintió por ella, que absorbía la atención de todos, una envidia sin límites. Sus sentimientos mezquinos lo incitaron a cometer una injusticia, sintiendo desde entonces una marcada aversión por la dulce Vilca, ajena por completo a tal sentimiento. La odió y se prometió hacerle imposible la vida en la tribu hasta conseguir que la abandonara.
  Ignorando tan bajos propósitos y sintiéndose, en cambio, querida por todos, Vilca era feliz, muy feliz en los dominios de Pusquillo.
  Suave y delicada por naturaleza, se granjeó de inmediato la simpatía y el cariño de la tribu. Participó de las tareas de las mujeres y se adiestró en el tejido del algodón que cosechaban en las extensas plantaciones de la región, constituyendo una de sus principales riquezas. Aprendió a hilar la lana y a tejerla.

 

      Una mañana, el curaca Pusquillo, el jefe de la tribu, el padre de Ancali, mandó llamar por su hijo.
 -Te he llamado, Ancali. Tú has de sucederme en el poder y no quiero morir sin que hayas elegido a la compañera de tu vida-manifestó el curaca Pusquillo-. Elige entre nuestras doncellas... Que sea buena y justa como tu madre lo fue... Sólo así te hará feliz y hará la felicidad de tu pueblo. Y yo moriré tranquilo...
  -Padre, mi elección está hecha y sólo aspiro a tu aprobación -respondió Ancali-. Quiero a Vilca, padre, y si no me he animado antes a confesártelo, es que, por tratarse de una extranjera, temí tu desaprobación. Pero ahora sé que la quieres y que aprecias sus condiciones. ¿Conscientes, padre, en que ella y no otra sea mi compañera? Es buena, justa y humilde. Es la única capaz de hacerme feliz. ¿Lo consientes padre?
  -No sólo lo consiento, sino que lo apruebo, hijo mío. Vilca es buena y afable y es hija de Quilla. Debemos sentirnos orgullosos de que nos haya entregado a su hija. Los dioses han querido favorecernos. Estoy muy contento con tu elección, hijo... Ve a buscar a Vilca... Quiero que conozca mi aprobación... Será necesario que la ceremonia se lleve a cabo cuanto antes... -terminó el curaca, desfallecido.
  -No será tan pronto, padre. Antes quiero ir al Nevado de Pisca Cruz en busca de la raspadura de piedra de la cumbre, del lugar donde caen los rayos, que curará tus males. Vilca te cuidará durante mi ausencia y a mi vuelta, cuando te halles completamente restablecido, me uniré a ella para siempre. Mama Quilla nos protegerá desde el cielo. Voy en busca de mi novia, padre.
  Al salir de la casa, Ancali se cruzó con Suri que llegaba, como todas las tardes, con una poción destinada a su padre.
  En el horizonte, encendido en fulgores de incendio, el sol escondía sus últimos rayos.
  Corrió Ancali en busca de su prometida. Cuando volvió con ella, feliz al poder realizar su mayor deseo, la presentó a su padre.
  El anciano se hallaba tendido en el lecho, con los ojos cerrados, respirando con dificultad.
  Desde un rincón en sombras, observaba Suri. Ancali tuvo un sobresalto. Su padre estaba peor que cuando él lo dejara hacía unos instantes. Vilca frotó la frente del anciano con hierbas aromáticas y el viejo cacique abrió los ojos. Después, con dificultad, levantó una mano y con voz desfallecida balbuceó:
  -Que seáis felices, hijos míos. Que nuestros dioses os protejan...
  Cerró los ojos nuevamente y recostó pesadamente la cabeza.
  Vilca y Ancali se miraron consternados.
  El hijo tomó una resolución:
  -Quédate con él, Vilca. No te separes de su lado. Yo corro al Nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra que cura...
  Al oír estas palabras Suri, el machi, el hechicero, salió de la sombra y encarándose con los jóvenes, profetizó:
  -Los dioses no están contentos, por eso quieren la muerte del curaca. Hay en la tribu alguien que provoca la ira de nuestros antepasados. Alguien a quien debe haber enviado Zupay... ¡Ten cuidado, Ancali!
  Con paso mesurado y una significativa mirada cargada de odio dirigida a Vilca, salió el hechicero.
  -¿Qué ha querido decir el machi, Ancali? ¿Por qué me miró con encono? ¿Por qué sospecha que soy enviada de Zupay?
  -Nada puedo explicarme -repuso consternado el joven-. Pero en cambio desconfío... Desconfío de Suri. Sus pócimas empeoran a mi padre. Creo que en lugar de buscar la salvación de su vida, trata de darle muerte. Y mi padre, en cambio, ¡confía en él! ¡Con qué fe sigue sus consejos y toma los brebajes preparados por él! Yo, por mi parte, he creído comprender que Suri nos odia... Pero, ¿por qué? -terminó ansioso.
  -Ancali... escucha... Nunca quise hablarte de esto porque no hallé razón para hacerlo. Pero ahora es necesario que sepas... A quien odia el machi es a mí... Me lo dijo hace tiempo... para convencerme de que abandonara la tribu... Y me amenazó con males irreparables... de los que habría de sentirme culpable... No lo creí. Sin duda ha llevado la venganza contra tu padre por haberme admitido en sus dominios...
  -¡Cómo es posible! -le interrumpió Ancali indignado-. ¿Qué razón puede tener?
  -Supone que yo, hija de Quilla, poseo facultades superiores a las suyas y desea arrojarme de aquí. El no ve con buenos ojos nuestro matrimonio. Cree que es la oportunidad que busco para ejercer luego mis poderes contra él y quiere vengarse en ti para que me arrojes de tu lado. ¡No permitas que continúe atendiendo al cacique!
  -Tú confirmas mis sospechas... No abandones a mi padre mientras dure mi ausencia. Correré tan rápido como el venado y dentro de dos días, cuando Inti, el Sol,  envíe sus rayos más cálidos a la tierra, estaré de vuelta con la piedra milagrosa que salvará a mi padre...
  Se despidió Ancali y desde ese momento Vilca no se separó del anciano curaca. Este, agobiado por la fiebre yacía inconsciente, mientras de sus labios brotaban palabras entrecortadas pronunciadas en el delirio.
  La noche fue terrible. Entre estertores y gemidos pasó el enfermo sus horas.
  Vilca, con el cariño y la suavidad que le eran propios, cubría la frente ardorosa con hierbas aromáticas.
  Un rayo de luna penetraba por la abertura de la entrada.
  A la madrugada creyeron que el enfermo reaccionaba. Su lucidez era completa y aunque se expresaba con dificultad, sus ideas eran claras. Llamó a la futura esposa de su hijo para decirle:
  -Vilca, hija... ya puedo llamarte así porque te considero hija mía... Voy a morir... Lo presiento... Nuestros antepasados me llaman a su lado y mi hora llega. Haz feliz a Ancali y dile, cuando llegue, que espero que su gobierno sea justo... que no descanse hasta lograr la mayor felicidad y el completo bienestar de su pueblo... Ahora, hija mía, llama a Llamta. Es el más adicto de mis guerreros. Quiero morir mirando el cielo... Quiero que me lleven bajo los árboles...
  Los deseos de Pusquillo se cumplieron. Entre varios fornidos guerreros lo transportaron fuera, colocándolo bajo la sombra de un añoso y corpulento chañar cuyas flores amarillas caían como lluvia de oro sobre el cuerpo del cacique.
  Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en el suelo para evitar que la muerte pasara.
  Luego, el machi, presidiendo las ceremonias para rogar por la salud del curaca, invocó a Yastay, diciendo con voz monótona y dolorida:

  Yastago, abuelo viejo,
  perdone si le han hecho mal,
  ¡padrecito viejo, kusiya! 

  De inmediato, con tutusca y maíz amasaron una figura de guanaco, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de coca.
  Una vez así preparado, pasaron el pequeño guanaco por el cuerpo del enfermo haciéndolo con especial cuidado sobre la cabeza. Limpiaron la grasitud dejada sobre la piel del curaca por la figura del animalito, y una vez cumplido este rito, enterraron al pequeño guanaco en un lugar cercano a donde se hallaba el cacique moribundo, y lo rociaron con abundante chicha. Mientras tanto, grandes orgías acompañadas por cantos y súplicas se realizaban en las proximidades de este sitio, ofrecidas a los dioses para que tomaran a su cargo la salvación del enfermo.
  Al lado de éste se encontraba Vilca, que, como lo prometiera, no abandonó un instante al padre de su novio.
  En el cielo temblaban las estrellas...
  La respiración del viejo curaca era penosa y entrecortada. De vez en cuando un rictus de dolor se dibujaba en su rostro. Sus manos se crispaban sobre la manta que lo cubría, y sus labios resecos balbuceaban apenas:
  -Agua...
  Vilca, entonces, con suma dificultad lo incorporaba y le daba de beber.
  Así pasó la noche.
  Al amanecer, cuando el cielo comenzaba a trocar los oscuros tintes por los celestes grisáceos de la aurora; cuando la vida volvía a renacer, el alma del anciano cacique voló a la región de lo desconocido. Al aparecer los primeros rayos del sol, abriéndose camino en las tinieblas, Pusquillo murió.
     Desde lejos, con expresión maliciosa, Suri observaba complacido. Una parte de su venganza se había cumplido: el veneno, suministrado diariamente al cacique en pequeñas dosis, había surtido el efecto esperado.
    Dos días después regresó Ancali. Llegaba triunfante, después de haber arrancado a la cumbre mágica de la montaña el remedio maravilloso capaz de devolver a su padre la salud perdida.
  Poco duró la expresión alegre de su rostro. Al acercarse a los alrededores de su pueblo, fácil le fue adivinar la tragedia ocurrida durante su ausencia y convencerse de la inmensa desgracia que lo había alcanzado. Su padre había muerto. No tenía necesidad de preguntarlo. Lo leía en los rostros amigos que lo miraban con compasión, en las bocas cerradas de la tribu que no se animaban a darle la fatal noticia.
  Ancali corrió al lugar donde yacía su padre muerto. Ya no le quedó ninguna duda.
   Con sus cuerpos envueltos en mantas de colores, un coro de mujeres relataba con cantos y sollozos las hazañas y glorias del difunto, mientras el resto de los presentes, incansables, seguía acompañando la ceremonia con danzas, saltos y alaridos de dolor. 
  Frente al sepulcro preparado, colocadas en palos, estaban las ovejas asadas de las que se valía el machi para conocer el destino del difunto en el "país de los muertos".
  Encontró a Vilca, tal como se lo prometiera, junto al curaca muerto.
  Al llegar Ancali, cedió al hijo el puesto que le correspondía dirigiéndose ella a la orilla del arroyo que, con sus aguas, fertilizaba el valle. Se sentó en una piedra y quedó pensativa.
  De su abstracción la sacó una voz conocida y repulsiva que le decía:
  -¿Has venido a gozar de tu obra? ¿Tienes ya proyectos para el futuro?
  Era Suri, que con todo cinismo acusaba a la inocente Vilca de la muerte de Pusquillo.
  -¿Mi obra, has dicho? -preguntó a su vez, iracunda, la doncella.
  -Tu obra, ¡sí! En una oportunidad te dije que si no abandonabas la tribu, la desgracia caería sobre los que te quisieran, y he cumplido. Hoy vuelvo a decirte: Si no abandonas estos lugares, te juro que te arrepentirás y cuando lo hagas, ¡será tarde!
  -Nada podrás en contra de mí... Muy pronto seré la esposa de Ancali y él, como jefe, sabrá dar cuenta de tu osadía -respondió Vilca indignada.
  -Ya sabré impedir que tus planes prosperen -dijo con sorna el machi, y agregó: Yo indicaré quién ha de suceder al viejo curaca, y no será por cierto Ancali como tú mal supones -terminó el malvado hechicero con una mueca desdeñosa.
  Suri era muy respetado en la tribu. Los poderes sobrenaturales que se le reconocían hacían considerarlo un ser superior enviado por los dioses tutelares. Su palabra se oía con interés y sus consejos eran seguidos sin discusión.
  Valido de estas prerrogativas, el terrible hechicero, siguiendo un plan trazado de antemano, dejó a Vilca para dirigirse a la casa de Anca, el más anciano y más respetado de los que formaban el Consejo de Ancianos, que era el que debía designar al nuevo jefe de la tribu.
  Con palabra persuasiva y acento terminante, como si se tratara de la más cierta de las revelaciones, le dijo:
  -A tu gran sabiduría e inigualada experiencia, quiero librar el secreto que me han revelado los astros. Una gran desgracia se cierne sobre nuestra tribu... Horas amargas tendremos que pasar, pues estamos a merced de una impostora que miente, diciéndose hija de Quilla para ser admitida con confianza entre nosotros. Pero mi poder ha descubierto su superchería y yo puedo decirte, ¡oh gran Anca!, que la extranjera miente. ¡Es una enviada de Zupay llegada para labrar nuestra desgracia! Por lo tanto, debe ser condenada a morir. ¡Si así no lo hiciéramos, los mayores malos acabarán con nosotros como lo ha hecho con nuestro gran cacique!
  Impresionado por tales palabras, apresuróse Anca a convocar al Consejo de Ancianos que de inmediato resolvió condenar a muerte a la infortunada Vilca.
  Nada se le participó a Ancali, temerosos de que se opusiera al designio de los astros por salvar a su prometida, y esa noche, cuando todo era quietud y paz en la tribu, los que debían hacer cumplir la pena, amparados por la oscuridad de la noche sacaron a Vilca de la casa donde estaba descansando y la llevaron a la montaña en la cual le darían muerte, luego de cumplir ritos establecidos.
  Una vez allí, buscaron una piedra alta y angosta a la cual la ataron.
  De inmediato, a cierta distancia esparcieron hierbas olorosas y, mientras Suri hacía conjuros para alejar a Zupay, uno de los ancianos encendió las hierbas que desprendieron un humo denso de olor acre.
  La infeliz Vilca gritaba su inocencia y lanzaba desesperados llamados a su prometido a quien pedía socorro.
  La luna, desde el cielo, era mudo testigo de esta escena desgarradora.
  Suri, por el contrario, se sentía muy feliz. Todo sucedía de acuerdo a sus más íntimos deseos y a sus bien trazados planes. ¡Por fin iba a lograr la desaparición de la intrusa!
  Sin embargo, no contaba el malvado hechicero con el cariño y el respeto que sentían por Ancali sus subordinados.
  Uno de ellos, joven audaz y valiente era Guasca. Volvía de acompañar hasta el límite de los dominios de Pusquillo al cacique de una tribu vecina venido para asistir a las ceremonias fúnebres del difunto curaca.
  Al pasar cerca del lugar señalado para el sacrificio de Vilca, Guasca, favorecido por la luna que continuaba iluminando la escena, notó que algo insólito sucedía. Los angustiosos gritos de la doncella atrajeron su atención.
  Se acercó cauteloso tratando de no ser visto y observó. Reconoció a Vilca, y al oír que se repetían sus desesperados llamados a Ancali abandonó el lugar, corriendo a avisar a su jefe.
  Pronto estuvo ante él poniéndolo al tanto de lo que ocurría.
  De inmediato partió Ancali al frente de varios guerreros que no lo abandonaban nunca.
  Cuando llegó al lugar del sacrificio, los conjuros y las ceremonias continuaban. Vilca, desfalleciente, la cabeza caída sobre el pecho, lloraba su infortunio.
  Corrió Ancali a librarla de las ligaduras y cuando ya la creyó salvada, una lluvia de flechas partió del grupo de verdugos de la hermosa y dulce Vilca.
  Decididos, respondieron al ataque los jóvenes guerreros de Ancali y cuando descontaban la victoria, un grito angustioso de éste les indicó que su jefe había sido alcanzado por alguna flecha enemiga.
  Así era en efecto. De la cabeza del intrépido muchacho manaba abundante sangre que Vilca trataba de restañar con sus manos cariñosas.
  La vida huía por la herida abierta y Ancali comenzó a desfallecer.
  Angustiada, un gemido brotó de la garganta de la infortunada doncella que se abrazó a su prometido como queriendo infundirle la energía que le faltaba.
  Ese fue el momento que quiso aprovechar Suri para apoderarse de los jóvenes; pero cuando ya creyó tenerlos a su alcance, debió sufrir la más cruel de las derrotas.
  Los cuerpos de Vilca y de Ancali se achicaron y perdieron su forma humana tomando, en cambio, las de dos hermosos pajaritos grises, cuyas cabecitas blancas estaban adornadas con un llamativo penacho rojo, tan rojo como la sangre que manaba de la herida que la flecha traicionera causó a Ancali.
  Aun así, Suri quiso tomarlos, pero las dos avecillas, abriendo las alas echaron a volar hasta posarse, muy juntas, en la rama de un tarco para entonar desde allí una melodía muy dulce, conjunción de amor y libertad que pobló los aires con armonías de cristal.
  No desesperó el malvado Suri, y tomando el arco y las flechas arrojó una a las avecillas. Pero la flecha arrojada se volvió contra el hechicero, incrustándose en su corazón y terminando con un ser tan perverso que sólo causó males entre los que le rodearon.
  Mientras, desde la rama del tarco en flor, llegaba el canto alegre de las nuevas avecillas...
  La luna continuaba enviando a la tierra sus rayos de plata.
  En esta forma, dicen los calchaquíes, nacieron los cardenales, que así acrecentaron el número de las aves que regalan nuestra vista y deleitan nuestros oídos con las más exquisitas melodías.(*)

(*) Fuente: Versión abreviada y modificada parcialmente de la versión procedente de la Biblioteca "Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952 y de "Antología Folklórica Argentina", del Consejo Nacional de Educación, Kraft, 1940.

Los Calchaquíes

 Los calchaquíes pertenecieron al grupo de los diaguitas, grupo étnico que habitó en valles y quebradas del noroeste de la Argentina. La cultura diaguita fue la que desarrolló la cultura indígena más compleja en territorio argentino. El arte diaguita relumbró en la cerámica y la metalurgia. Antes de la dominación española, hacia el 1480, durante el reinado del Inca Tupac Yupanqui ( el hijo de Pachacutec) los incas se adentraron en territorio argentino. Esto explica los elementos incaicos que influyen en esta leyenda que ahora le presentamos en Temakel: la leyenda calchaquí de el cardenal. 

 El cardenal es un pájaro de tamaño mediano y de agradable aspecto que nidifica en los montes.  De plumaje compacto, tiene el lomo de color gris acero; el pecho y el abdomen, blanco ceniciento; la garganta y la cabeza, rojo vivo, lo mismo que el penacho de suaves plumitas en que ésta termina. Una línea blanca separa el rojo de la cabeza del gris del lomo.
  
  Las alas son estrechas y puntiagudas y la cola, larga y cuadrada.
  Movedizo, ágil y vivaz, es muy cantor. Su canto, en forma de gorjeos o silbidos, es fuerte y muy agradable, y se asemeja a los sonidos que brotan de una flauta.
  El nido, de paja, plumas y cerda, muy liviano, lo construye en los árboles y arbustos.
  
  Los guaraníes lo llaman acá pitá (cabeza roja). En la leyenda calchaquí, el cardenal surgirá como metamorfosis de una pareja humana desventurada...

Fuente: http://www.temakel.com/leyendacalchaquidelcardenal.htm

 

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