El cacique habló con voz suave y firme. Era preciso que todos respetaran las tradiciones de la tribu, con más razón tratándose del heredero de la autoridad: se les exigía la separación inmediata y definitiva.
Ante la decidida oposición de los jóvenes príncipes, el consejo emitió el fallo final: los amantes serían sacrificados, se les arrancarían los corazones y éstos serían arrojados al río, como lección y advertencia para quienes se atreverían a contrariar las leyes de los hombres y las disposiciones divinas.
Al mediodía los jóvenes fueron llevados a lo alto del barranco y muertos por el haiawú, cuando el agua aceptó sus corazones sangrantes y se tiñó de rojo para siempre.
A los pocos días hombres, mujeres y niños volvieron al barranco para comprobar la noticia que se había difundido: los corazones no habían sido arrastrados por la corriente; flotaban juntos exactamente en el mismo lugar en que habían caído. Pasados varios días se acordó sacar los corazones del agua y convertirlos en cenizas, para que no quedara rastro de ese amor. A través de una gran ceremonia quemaron los corazones en una gran hoguera. Cuando los indios se retiraron a sus chozas sólo quedaba un montículo grisáceo y una tenue cortina de humo.
Días después, cuando un enviado volvió al lugar para comprobar que las cenizas hubieran sido dispersadas por el viento, vio con un asombro cercano al terror que donde estuviera la pira había crecido un arbolito desconocido. Entre sus verdes hojas mostraba dos únicas flores rojas, una al lado de la otra, en forma de corazón.
A la sombra del letanetá, como llamaron los matacos a la nueva planta, y mecida por las aguas del río que encontró su nombre, nació entonces la amistad entre tobas y matacos, que todavía luchan en el monte para sobrevivir