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EL FANTASMA DE ALEMANÍA
He visto personas hablando solas por la calle. No sé lo que dicen. Solo veo sus labios articular palabras mudas. A veces me cruzan sin mirarme con su monólogo extraño, ausentes, perdidos en sus argumentos que seguramente se disuelven en el aire cálido del Pueblo.
Debo reconocer que yo tampoco hablo mucho con ellos ni con nadie. Algo estará ocurriendo. Dicen que la gente de campo es un poco hosca, silenciosa, que viven para adentro, pero nosotros, los del Pueblo, antes no éramos así. Si debo recordar desde cuando, tal vez tendría que recordar los ojos de mi abuelo. Era la època del tren y yo era un niño.
Siempre tuvimos una sola calle, solo que antes las puertas de las casas estaban abiertas y en las ventanas se acodaban las mujeres a la hora del crepúsculo para ver llegar el tren en su último viaje. Entonces mi abuelo, luciendo orgulloso su gorra de jefe de estación, aparecía en el andén a controlar que las cosas sucedieran como es debido. Con los últimos resplandores de la tarde el tren partía dibujando nubes oscuras en el aire con su humo gris y nos dejaba en los ojos y en el alma su imagen fugitiva.
Hoy caminé despacio por la vereda y vi tantas puertas cerradas, tantos candados y telarañas, que el silencio que destilan las paredes y el abandono se volcaron como fantasmas sobre mi corazón. Alguien dijo alguna vez que este era un Pueblo fantasma pero yo me resisto a creerlo. Yo y los pocos que quedamos aquí que todavía cruzamos las vías que sobreviven entre los pastos secos y nos quedamos mirando con nostalgia el sendero que hace tantos años llevaba y traía pasajeros y se perdía tras los cerros.
Los del Pueblo, aunque no hablemos casi nada entre nosotros, sabemos que el último tren se llevó la fantasía de haber edificado junto con las casas de piedra, la pretenciosa ilusión de ser los dueños del lugar, los fundadores de este paraje . Después todo cambió. Llegó la noticia desde muy lejos, con un poco de retraso como todas las cosas que llegaban al Pueblo. Mi abuelo leyó entonces el diario y sus ojos que tenían dibujados para siempre los caminos de rieles, el humo oscuro, los vagones que se eternizaban sobre el ocaso, se volvieron transparentes, húmedos de tristeza.
Los viajes comenzaron a escasear hasta que un día, el más trágico que yo recuerde, la Estación cerró sus puertas y la campana dejó de anunciar la próxima partida. Vinieron funcionarios de la Ciudad y pusieron candados en todas las puertas y fue como si encadenaran también los límites del Pueblo, sus caminos, su historia, nuestra propia vida.
Descubrimos que quedamos definitivamente solos cuando el silbato del tren no sonó esa tarde y el sol siguió alargando las sombras vacías en el andén junto a mi abuelo que enmudeció para siempre.
Sí, yo era un niño y no entendí entonces esa tristeza profunda y lluviosa que se instaló en la mirada de mi abuelo y que permaneció allí hasta que silenciosamente un día decidió abandonar este mundo.
Algunos pobladores emigraron como pájaros silvestres. Fue un otoño desbastador que se llevó el verde y los amigos y dejó para siempre ese color a cosas viejas sobre la calle. El viento amontonó durante días las hojas amarillas y así fueron quedando como las ventanas que rompieron sus cristales a causa de las ramas secas y dejaron huecos por donde entraron los búhos y las mariposas negras. Los que quedamos cerramos las puertas por el frío y la desolación, ni siquiera lo pocos días de sol nos congregaban y el Pueblo fue perdiendo sus colores, su bullicio, su magia.
¿ Qué rememoran los que caminan hablando solos por las calles ? Los veo como espectros que asoman por las puertas despintadas de sus casas, con los ojos tristes poblados de antiguas imágenes y las manos quietas. Tal vez esta soledad nos ha convertido en oscuros fantasmas mientras todavía esperamos con la mirada perdida en el puente de hierro colorado que aquel gigante que echaba su humo negro y avanzaba omnipotente por las vías haciendo sonar el silbato regrese un día de estos y el Pueblo despierte de este amargo sueño.
Sí, hoy me siento un fantasma deambulando por los galpones abandonados, por las vías que apenas son un débil trazo sobre la tierra, por el andén en donde creo ver la figura del abuelo tocando la campana y en donde solo transita el viento y el polvo y unos pájaros extraños construyeron sus nidos.
Los recuerdos han nublado mis ojos, será porque estoy envejeciendo, será porque voy quedando como estas casas de piedra y los días parecen haber perdido el paso cambiante del tiempo, los siento como un espacio llano sin comienzos ni finales.
Debo regresar a encender mi lámpara, yo que me he dado cuenta que este abandono borró las palabras de mi boca, que sospecho que aunque lo invoque el tiempo de los trenes no regresará, que por fin reconozco lo que soy, un fantasma más del olvido.
FIN
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