Por María Fernanda Abad
El inmenso valor de lo insignificante
"Creo que os causará risa, pero, Señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito".
Sor Juana Inés de la Cruz, en "Respuesta a Sor Filotea de la Cruz"
Rosa Machado tiene una mala (o sana) costumbre: vivir como se le antoja. La mirada de los otros, por eso, podrá caer incómoda y con ruido de ojos grandes sobre la extensión de sus días. Rosa prendió su cocina a leño sin permiso, amasó su pan sin permiso, parió sus cinco hijos sin permiso, decidió detenerse y volver a empezar, sin permiso, masticó sus poemas, para ella, hacia adentro, hasta hacerlos madurar. Y tampoco le importó que hacia afuera, para los otros, para los hombres de ojos grandes, esos días de silenciosa creación hayan parecido años de esterilidad.
Se encerró en la cocina y venció, sin capas ni espadas, el mezquino espacio de las cuatro hornallas. Entre las anchas paredes de su casa de adobe en San Lorenzo, ella inventa nuevas geometrías. Y un libro, un poco de harina, una aguja, una cebolla, un pañal, la mirada ausente de la madre que se fue sin partir... todo, todo, le otorga libertad. Porque en "en el ritual doméstico y sagrado", también está, señores, la poesía.
Rosa Machado es una mujer pequeña, de boca pequeña, manos pequeñas y palabras condensadas. Habla apretadito, como si estuviera escribiendo poesía. Resume en frases fugaces y precisas lo que piensa, lo que siente, lo que le inquieta el alma.
Cuenta que escribe desde chica, que a los 19 años Walter Adet la convocó para incluirla - junto a otros jóvenes - en una antología, que pudo editar su primer libro recién a los 40 años, que tiene cinco hijos y un ex marido que siempre está, que le gustan las mandarinas, a la siesta, en invierno, bajo el sol.
Vive en una casa, en una arteria interna de San Lorenzo, de esas que tienen ruido a piedras y alivio de sombras altas y largas (se sabe, por esos lugares hay exceso de árbol y de trinos). Entonces, para no desentonar con el paisaje, Rosa edificó su casa con barro; sus muebles, con madera; sus rincones, con silencio de lapicera, o almohadón, o perro dormido. Ella y su compañero se atrevieron a los planos, a los vuelos. Dispusieron las luces y las sombras. Ordenaron bases por alturas sobre dos. Midieron el alcance de los ruidos, las chispas y las telas de araña. Pactaron los espacios y los despacios. Y de a poquito, la casa creció.
Hoy, Rosa tiene una mesa grande, una chimenea, dos cocinas (una muy vieja, de hierro, que se quedó con las cenizas del tiempo, y otra más nueva, blanca...), cinco partos, libros, muchos libros y su propia poesía creciendo a flor de piel.
Sentada en el centro del universo - su casa -, Rosa suelta el hilo y el viento lo lleva hacia atrás. Y habla desde la memoria. "Con mi marido teníamos un sueño. Eramos hijos de los '60 y decidimos refugiarnos en una casa de adobe, en el campo, mientras afuera chocaban los fusiles. Eramos vegetarianos, amasábamos nuestro propio pan, recibíamos a cuanto amigo tocaba a la puerta...".
Y en el afán de hacer de los pequeños-grandes acontecimientos de la vida una alegría, decidieron tener a sus hijos en la propia casa, lejos de los fríos pasillos de un hospital. Con la ayuda de una amiga partera, con la luz justa, la música justa y la ansiedad justa, Rosa fue madre y sus niños tuvieron el extraño privilegio de dar la primera bocanada de mundo en la pequeña casa que fue, de allí en adelante, su mundo.
En el camino
Los chicos crecieron, entraban y salían, dejaban la puerta abierta... y un día (que no habrá sido "de pronto"), la otra realidad, la que se respiraba afuera, les entró y se quedó.
"En los '90 dejé de estar al costado del camino. Es que el neoliberalismo es muy exigente. Si no querés entrar no comés, no vivís... Me han costado los cambios, pero bueno...".
Y a esta altura, cuando parece que el final será irremediablemente triste y que en cualquier momento sonará una música de fondo propicia para acunar el llanto, Rosa sonríe. Los cambios habrán costado, sin duda, y dolerán terriblemente en el costado, sin duda. Pero Rosa sonríe. Es que todavía queda hilo, y lo recoge y, sentada en el mismo centro repasa sus últimos años de "mujer sola a cargo". Pero relativiza la frase, quiebra el esquema...
"Con mi esposo, decidimos darnos un espacio. Ahora estamos separados, pero al mismo tiempo estamos muy cerca. Estamos en la búsqueda de conocernos más profundamente y descubrirnos. Es bueno tener una oportunidad para empezar otra vida dentro de la vida misma. Y cuando se descubre un nuevo espacio dentro de uno, éste es siempre un territorio que nos sorprende, mucho más luminoso que el que dejamos atrás".
Y sigue. Porque sus "ahoras" le demandan toda la plenitud de sus 46 años. "Ahora que los hijos están grandes, puedo volver a un espacio individual. He conocido la soledad sin ser solitaria. He aprendido que la soledad no es esa cosa terrible ni es motivo de sufrimiento".
Ella, que ha sido feliz, sabe que la felicidad no existe como estado. "La felicidad son pequeños destellos, y cuesta menos percibirlos si descubrimos que somos nuestros propios dioses".
Primera arriesgada conclusión: queda claro que, para Rosa, los espacios son esenciales y definen, confinan o afinan los pasos. La prueba: tiene su propio cuarto para escribir. Un rincón íntimo y reservado, regado de luz y de afectos. "Las mujeres necesitamos este espacio propio porque si no, nos diluimos en el espacio de la casa".
En medio de toda su armonía, Rosa tiene una playa borrascosa. Es el laberinto arenoso donde se ha perdido la memoria de su madre, presa del Alzheimer, fugitiva de los viejos "conjuros de la lógica". Rosa sabe del dolor de estrellarse contra ese paredón. Pero sabe que existen otros atajos más sublimes que el humano ejercicio de arrastrar los pasos. Entonces escribe. Le escribe. " (...) No sos precisamente alguien que dedica su tiempo a conversar de la agonía
¿Buscarás la belleza?
Te lo agradezco.
Porque esta tarde ví danzar unas bolsas de plástico en el viento, y mi corazón danzaba con ellas.
En toda su vulgaridad no había nada de lascivo.
Sólo la belleza que te ampara madre, y te vuelve hija mía".
Ella ofrece poesía y resulta inevitable empujarla al espejo, a la autodefinición.
- ¿Cómo defino mi poesía? Bueno, podría decir que es mi búsqueda, una expresión de lo cotidiano. Entre los 19 años, cuando Adet me incluyó en su antología, y los 40, cuando publiqué mi primer libro, nunca dejé de hacer poesía.
A veces venían escritores amigos, me veían enredada entre las ollas, el fuego y los hijos, y me miraban con pena. Pero yo nunca dejé de crear porque estaba haciendo un guisito. Yo me entregué a mi propia vida, a mi propia historia. Y desde esa vivencia de mujer dentro de una casa nació la poesía.
Ahora, que los hijos están grandes y la soledad es buena compañía, Rosa se anima a un nuevo sueño."El hilo de mi vida no es común, pero la poesía siempre estuvo ahí. Yo quisiera poder mantener esa mirada ligada a lo más sencillamente humano sin ser tragada. Quisiera poder conservar el valor de la insignificancia de las cosas, de la vida cotidiana, de un chico saltando en la calle, del lamento de un sapo, del olor del pan..."
Rosa quiere escribir palabras "que digan", palabras expuestas. No quiere caer en la estrofa manipulada desde la oferta y la demanda, no quiere receptores que simplemente devoren... Rosa, aunque parezca mucho pedir, quiere salvarse.
Ella sabe que la poesía - como dice Juarroz - es lo contrario de la cobardía, y es preciso, imprescindible, urgente, darle ese valor. Rosa escribe desde su centro de casa blanca. Escribe poesía que se siente, que se besa, que se amasa, que se adereza, que se nubla, que se enciende, que sangra, que echa humo y se enrieda y rueda cuesta abajo...
Segunda arriesgada conclusión: Rosa escribe poesía que se toca. Y nos toca.
Edición: Agenda Cultural del Tribuno del 11 de febrero de 2001