Quienes 
                          haya pasado por las aulas del Colegio Nacional en la 
                          década de los años 30 y 40, nunca podrán 
                          olvidar a un profesor, que en esos años, el personaje 
                          descollante de más importante casa de estudios 
                          de la provincia de Salta. Fue el ingeniero Victor Zambrano. 
                          Destacándose por si portentoso físico, 
                          cultivado gimnásticamente, hasta tener las formas 
                          clásicas del díscolo. De tupida barba, 
                          recién afeitado, mostraba el poderoso mentón, 
                          y hasta lo alto de sus mejillas con una coloración 
                          azulada. Alto, de dura mirada y bronca voz, imponía 
                          temor cuando clavaba sus ojos.
                         Irritable y con gran confianza en sí 
                          mismo, poco eran los días en que no finaba una 
                          discusión con una granizada de demoledores sopapos. 
                          Tal vez eso fuera su defecto, pero los estudiantes lo 
                          admiraban más por ello, que por su talento, que 
                          se mostraba en sus poemas en las precisas descripciones 
                          de hechos, personales y detalles científicos, 
                          para los cuales encontraba el vocablo adecuado exacto.
                         Tenía una atávico aversión 
                          a los semitas, quizás venido desde las enseñanzas 
                          antiguas del catecismo, donde se afirmaba que los judios 
                          habían muerto a Jesús, sin mencionar a 
                          los romanos. Era orgulloso de ser argentino, de su condición 
                          de salteño, como también de su profesión 
                          de ingeniero.
                         Enseñaba con su voz de trueno, que 
                          esta profesión, necesitaba el país para 
                          independizarse de las naciones industrializadas, que 
                          por monedas llevaban nuestra producción agropecuaria, 
                          beneficiando a unos pocos, a cambio de los "juguetes 
                          mecánicos" que nos vendían. "Son 
                          los abalorios modernos", supo afirmar alguna vez. 
                          Pese a su rudo aspecto, estaba dotado de un alma sensible 
                          que admiraba la belleza en todas sus formas. 
                         Su amigo dilecto fue indudablemente don Juan 
                          Carlos Dávalos, auténtico exponente de 
                          nuestra poesía, la cual nacía permanentemente 
                          de su inagotable imaginación, estructurada con 
                          formas clásicas, que fluían de su señorial 
                          personalidad. Un día ambos viajaron a Cafayate 
                          en un rugiente Ford "T". En una curva de la 
                          interminable cornisa, don Juan Carlos, levantó 
                          la vista y arriba de un alto risco vio una flor. "Que 
                          hermoso seria llevar esa flor para mí Chela" 
                          exclamó entre soñador y distraído.
                         El ingeniero Zambrano en el acto detuvo el 
                          jadeante automóvil, despojóse del saco, 
                          y ascendió riesgosamente por las rocas hasta 
                          lograr arrancar la flor, y descender para ofrecérsela 
                          a su amigo. Don Juan Carlos - indudablemente emocionado 
                          - le dijo: "Te voy a hacer sonar con un soneto".
                          Poco después en las páginas de la Nación, 
                          apareció el soneto describiendo este acontecimiento, 
                          romántico y sencillo. En clase solía contar 
                          todo esto y no podía impedir que rodaran sus 
                          lágrimas de emoción, cuando recitaba el 
                          último verso del soneto, que decía "Y 
                          en sus velludas manos la delicada flor". Escribió 
                          un libro donde chispeaba el genio que adornaba su natural 
                          talento, y poco a poco se fue acercando a los umbrales 
                          del olvido, al recibir, anciano ya, los beneficios jubilatorios.
                         Bohemio por naturaleza, cuando sus amigos 
                          fuero desapareciendo, solía llegar sólo, 
                          entristecido, por los lugares nocturnos, donde se reunían 
                          improvisadas peñas. El Circulo debe haber sido 
                          el último lugar que lo vio llegar, enfermo y 
                          viejo, a conversar, en largas charlas, con los que fueron 
                          sus alumnos, y que ya comenzaban a peinar canas. 
                         Un día cualquiera se fue de Salta y 
                          anciano y solitario, cargado de recuerdos se alejo sin 
                          lamentos para siempre. Quienes le conocieron no pueden 
                          olvidarlo, y la sola mención de su nombre revive 
                          el recuerdo de alguna anécdota sabrosa con facetas 
                          gauchescas y épicas, en las cuales es siempre 
                          indiscutiblemente el protagonista central.
                         FUENTE: Crónica 
                          del Noa . Salta, 04-11-1981