Todavía
suele hablarse a menudo de los “tapaos”.
De esos tesoros increíbles que se afirma fueron
encontrados en estas tierras por seres de excepción,
ya que excepcionalmente, se hallaron esos verdaderos
depósitos de riquezas, hechos posiblemente por
los españoles, acostumbrados a la antigua vida
del mar, donde los bucaneros no conocían seguridades
para sus riquezas, salvo las que les ofrecían
desconocidas islas ubicadas en lugares que solamente
ellos habían descubierto.
Es así que en noches alumbradas a vela
de los últimos años de la centuria del
ochocientos, se hablaba de los “tapaos”,
y de los posibles lugares donde podían encontrarse.
Muchos sostenían que estos tesoros estaban siempre
cuidados por alguna alma en pena, que hacía sus
lúgubres apariciones, para indicar el lugar donde
los mortales podían encontrarlo, lo cual la libraría
del estado en que permanecía.
Se hablaba de que en una quebrada ubicada en
el departamento de Chicoana, en las noches de luna llena,
aparecía un gaucho montado en una mula. Llevaba
guardamontes y cantaba una triste baguala que sonaba
como un lamento de ultratumba, mientras acompañaba
su canto indio con golpes en los guardamontes.
La tétrica aparición se esfumaba
al llegar jinete y cabalgadura, a una hondonada que
había a mitad de la angosta quebrada. Por allí
anduvieron excavadores y “rabdomantes” improvisados
que buscaban señales y cábalas sin mayor
esfuerzo, sin que ninguno lograra nada en definitiva.
También las búsquedas se orientaban sobre
relatos de la colonia, sobre todo cuando partieron los
jesuitas al ser expulsados de América por la
Corona de España. Cuentan que al salir de Salta,
donde su templo mayor se levantaba en la esquina de
las hoy calles Alberdi y Caseros, el prior del convento,
levantando sus brazos al cielo, anunció que partían
llevando en sus carretas todos los tesoros que tenía
su Iglesia, al cual lo enterrarían en los cerros,
para sacarlos nuevamente cuando retornen a esta tierra,
de lo cual se encontraban seguros, porque serían
ayudados por la Gracia de Dios.
Muchos agotaron recursos y paciencia recorriendo
cerros y montañas, iniciando excavaciones, hasta
retornar hambrientos y empobrecidos al riente valle
donde se había fundado la capital de la provincia.
A este antecedente, sumóse luego el surgido en
el año de la invasión de Felipe Varela.
Sostiene la creencia popular, que los afincados y terratenientes
de la época, desde los Valles Calchaquíes
a Salta, al tener conocimiento del avance de la montonera,
arrojaron sus joyas a los aljibes, enterrando otros
estas pertenencias, para huir presurosamente hacia la
ciudad de Salta en busca de la protección de
las fuerzas militares.
Así fue como se revolvieron todos los
pozos de agua domésticos que había a lo
largo del camino de herradura que unía Salta
con los Valles. Dicen que algunos tuvieron suerte, pero
no se señalaba un hecho donde se citen nombres
y lugares.
Fue a principios de siglo cuando corrió
la noticia del hallazgo de un “tapao” en
las cercanías del pueblo de Cerrillos. Habíanse
comenzado trabajos de mejoramiento en el camino de herradura
que unía la localidad con Salta. Unos peones
de pala y pico, tenían la labor del trazado de
los costados del camino, para lo cual, siguiendo las
instrucciones y cálculos, cavaban las banquinas
–zanjas le decían entonces- a ambos costados
de la ruta. Un peón que manejaba monótonamente
un azadón, golpeó algo duro. Enojado dio
un fuerte segundo golpe, y vio asombrado saltar unas
monedas de oro. Gritó de alegría, le ayudaron
sus compañeros, y extrajo una pequeña
tinaja de barro cocido, llena de doblones de oro. Poco
después ocurrió algo que se comentó
durante mucho tiempo. Un peón de la finca que
colindaba con la ruta donde se produjo el hallazgo,
araba la tierra con un arado de madera tirado por una
yunta de bueyes. Iba adormilado en su trabajo monótono
y pesado. La reja tropezó con algo y se volcó
el arado. Detuvo la yunta, y maldiciendo arreglo las
cosas para seguir trazando el surco, cuando vio relucir
unas monedas de oro. Cavó con las manos y encontró
una tinaja, de regulares dimensiones, llena de monedas
de oro. Quedó en silencio, y tapó nuevamente
el tesoro. Trabajó todo el día, y durante
la noche, acompañado de su mujer, hizo varios
viajes hasta llevar todas las monedas a su rancho. Dejó
pasar unos días y viajó a vender las monedas.
A su regreso compró la finca a su dueño
sin dar explicaciones. A nadie confió su secreto,
porque quería quedarse a vivir allí, en
su tierra nativa, donde nacieron, crecieron y murieron
sus hijos.
FUENTE: Crónica
del NOA. 31/05/1982