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Biblioteca Atilio Cornejo

Pedrito Sangüeso

Existe una historia triste y sórdida en el reciente pasado de Salta, la cual tuvo un epílogo no aceptado por la generalidad del público. Es una historia trágica, dramática, donde el protagonista central fue un inocente niño de tan sólo seis años de edad, brutalmente asesinado por un depravado cobarde y lascivo, que logró burlar la Justicia ante la ignorancia rústica de los padres del pequeño mártir. Allá arriba en las montañas, cerca de San Antonio de los Cobres, existen desperdigados poblados que viven al margen de la vida del valle, al cual contemplan desde las alturas de cielos límpidos, y cardones que elevan sus brazos como candelabros vegetales que sólo se animan en el color alegre de los airampos. Entre estos pobladores sufridos, ingenuos y silenciosos, estaba la familia Sangüeso. El jefe de la familia era un rústico de aspecto formidable por su contextura física de auténtico habitante de la montaña, agreste y solitaria. Su bondad le semejaba a un santo viviente, y todo su cariño estaba centrado en esa tierra agresiva y ruda, donde había nacido oyendo las leyendas indias de la Pachamama. Aprendió a pensar en el silencio eterno del paisaje imponente y soledoso, y supo así que su porvenir, su vida y la de los suyos, dependían únicamente de sus manos rudas, fuertes y siempre diligentes para paliar alguna aflicción.

Solía bajar a la ciudad donde conoció a una familia de origen boliviano. Esta vivía en las afueras, donde se encuentran esos yacimientos de arcilla óptimos para la elaboración de materiales cerámicos para construcción. En esa planicie blancuzca socavada para aprovechar la materia prima que se extiende junto a las riberas del Arenales. Sangüeso tenía muchos hijos y no podía sostenerlos bien a todos. El menor sólo contaba con seis años. Pedrito, era callado, de ojos negros y húmedos, que allá en las montañas, solía caminar junto a su hermano mayor pastoreando las cabras que eran parte del magro patrimonio familiar. El jefe de la familia resolvió acceder a los pedidos de la mujer de ese grupo de origen boliviano, y entregó en custodia a su pequeño hijo.

Pedrito Sangüeso cuando lo dejaron en el rancho junto al río, extrañó mucho su lejana montaña, sus cabras y sus juegos infantiles. La mujer –que vivía con su hijo ya mayor- lo aceptó con cierta indeferencia. Lo mandaba en largas caminatas a efectuar compras menores, y permanentemente le reclamaba algo. Pedrito barría el piso de tierra, cuidaba el fuego, y caminaba hasta la orilla del río en busca de trozos de leña que dejaba junto a las orillas la correntada del Arenales. Cuando pasaba con sus pasitos menudos, veía a los rudos trabajadores, con los pies hundidos en el lodo, mezclar éste para confeccionar ladrillos y adobes en las cortadas que se sucedían unas a otras, mostrando grandes cavidades de fondo parejo, en este lugar poco conocido de las afueras de la ciudad de Salta. Muchas veces había llegado hasta un aljibe que se encontraba cerca de las cortadas, de donde llevaba agua en un tarro largo con un asa de alambre. Cuentan que algunas veces el hijo de la dueña de casa, un muchachón ocioso, alto, lo llevaba a algún encuentro de fútbol, y durante el transcurso del espectáculo martirizaba al niño, que lloraba en silencio, ante los golpes e insultos del muchachón.

Una tarde Pedrito no fue visto. No estaba en la casa. Un peón que había llegado en la tarde de un domingo a observar como estaban los ladrillos crudos, había notado algo en el fondo del aljibe. Dio cuenta a la policía. Con las primeras sombras de la noche llegó la autoridad al lugar, y alumbrado con linternas vieron que en las aguas del pozo, semisumergido, estaba el cuerpo de un niño. Lo extrajeron, y pudieron identificar el pequeño cadáver como el de Pedrito Sangüeso. La mujer y el hijo de ésta, donde habitaba el niño, mostráronse reacios a declarar nada. No dijeron por qué causa no dieron parte a la policía de la desaparición del niño. Por fin averiguaron que Pedrito había sido martirizado por el muchachón que abusó de él y luego de golpearlo brutalmente, y para evitar ser denunciado, lo ahogó en el aljibe. En el cementerio se levanta un humilde monumento en memoria de este inocente sacrificado por los bajos instintos de una bestia humana, que lamentablemente eludió el rigor de la ley, por esas circunstancias que suelen interponerse a la voluntad de castigar a quienes agravian a la sociedad como en este caso, de ribetes espeluznantes.

FUENTE: Crónica del NOA. 27/02/1982

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