Hubo varios personajes en Salta, tanto en la ciudad como en el interior, que la gente llamaba con cierto afecto "Pata `i palo". Los bautizaba así debido a la rústica prótesis de palo que suplía la ausencia de una pierna, generalmente la derecha, la cual manejaba con cierta destreza, pero siempre ayudándose con una muleta.
La característica de estos personajes era que en su mayoría trataban de ganarse la vida trabajando en algo independiente, ya que el impedimento físico los reducía en su capacidad de trabajadores y así aparecían ofreciéndose para changas o ejerciendo algún pequeño comercio, sea llevando empanadas en una canasta o ayudando en algún tambo.
También hubo muchos de ellos dedicados a pedir limosna, pero no fueron los más numerosos. Entre estos personajes, Salta contó con uno al que se lo veía en la calle hasta no hace muchos años. Vestía como todos los pobres de solemnidad. Con esos sacos holgados, de casimir gris, asomando entre la mugre algo del color que tuviera en sus orígenes. También los pantalones tenían su característica, que solía concentrarse en remiendos que casi pasaban inadvertidos sobre el género descolorido y abolsado por uso.
Este "Pata `i Palo", cuando pudo manejar su prótesis y su muleta, se hizo canillita. Solía aparecer temprano sobre la avenida San Martín portando penosamente los diarios que ofrecía a los viandantes. Su desplazamiento distaba mucho de las voces corridas de los más pequeños, vociferadores y audaces, que salían adelante ofreciendo el muestrario de noticias recién impreso. Pata `i Palo estaba condenado a una lentitud permanente. Entonces se paraba sobre el pavimento de adoquín de piedra y, alzando la muleta, ejecutaba una extraña danza saltando sobre su pie rígido, que sonaba como un desacompasado martilleo sobre el duro suelo de la calle. Soltaba una carcajada que tenía mucho de grito, abriendo la boca contorneada por un ralo bigote de caída oriental.
Así conseguía aumentar la venta de sus ejemplares y, consecuentemente, elevar el monto de sus ganancias diarias. Terminada la mercadería, solía entrar esos bodegones que huelen como un lagar y comía alguna empanada frita, asentada copiosamente con áspero vino "morao", del que se expende al copeo. Así pasaba el resto de la mañana, y algunas veces continuaba en el mismo lugar almorzando un "locro pulsudo" y reiterando las dosis de vino que llegaban en jarritas de medio litro. Respondía a las pullas de los que entraban o salían, quienes siempre hacían referencia a su invalidez y a su ruda pata de madera.
Esos momentos los pasaba mirando la pared sucia de moscas. Quizá recordaba cuando no era así. Cuando era un hombre normal como todos, que se desplazaba por la provincia trabajando en cosechas y otras actividades que le permitían una vida libre y nómada al mismo tiempo. Un día un amigo le consiguió trabajo permanente en el ferrocarril. Allí entró como ayudante del guardabarrera, y poco a poco fue adquiriendo experiencia hasta llegar a cambista. Le entusiasmaba preparar los topes de los vagones para hacer el enganche de los convoyes que poco a poco iban formándose, tras el golpe metálico, poderoso, con que la jadeante locomotora hacia la unión de los coches. Había que tener habilidad, precisión de movimientos y colocar estando entre medio de los paragolpes del vagón la traba con que quedaba unido el coche con el que iba agregando a lo que integraría luego el tren, sea de carga o de pasajeros.
Era eso momentos emocionantes, con el golpe poderoso y metálico que sacudía las horas de la siesta en la playa de maniobras. Una tarde fue a trabajar después de su almuerzo regado con vino fresco. Era una tarde calurosa de verano. Cuando cruzaba el andén, los tañidos claros, estridentes de la campana anunciaban la partida de un convoy. Llegó al lugar de su trabajo y comenzó a manipular con su bandera amarilla y negra. Obediente, la gigantesca locomotora a vapor resopló su fuerza iniciando el movimiento del vagón que había que enganchar. Él estaba abriendo con las manos la traba de acero, que como negra fauce esperaba la embestida.
En ese momento, como se movía el vagón sobre el cual operaba, tropezó con su alpargata contra un durmiente en el preciso instante del enganche. El dolor fue terrible, pero alcanzó a agarrarse con desesperación de un paragolpes hasta que se detuvo la locomotora.
Después...el hospital, la larga convalecencia y por fin ese presente que se prolongó durante largos años que pasaron lentos, al compás del golpe seco de su pata de palo.
FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 21 de Mayo de 1982.