El
gaucho Nina, sentó sus reales por la tierra de
La Merced de arriba, la que se encuentra ubicada a pocos
kilómetros de la ciudad y que está atravesada,
por la ruta 51, que termina en el límite con
Chile.
Nina era un hombre de campo nacido en el Valle
de Lerma, donde creció confundido en el paisaje
amable y hermoso, de clima templado y cielos límpidos,
que siempre muestran a lo lejos el marco azulado de
las altas montañas. Las suaves lomadas tapizadas
de verde por el sorgo, interrumpido de a trechos por
altos ceibos o paraísos, daba y todavía
dan, a todo este sector del Valle de Lerma el tranquilo
y plácido aspecto de un gigantesco parque, cruzado
por cristalinas corrientes de agua que alimentan la
escasa fauna silvestre que por allí deambula.
Don Nina había forjado su alma en simple
y sólidas costumbres cristianas y toda su vida
se ajustaba a estos principios que le caracterizaban
como un hombre respetuoso y formal, pero sin tener trazas
de ser sumiso o timorato. Su elevada estatura de diluía
ante la corpulencia poco común de su sólido
cuerpo de hombre fuerte y calmoso. Su rostro era inescrutable
y la sonrisa era una ausente casi constante de sus facciones.
Tenía su rancho dentro de la finca
de los Day, allí en la La Merced, y el gaucho
sentíase espiritualmente ligado a ellos, por
fueres lazos morales, que mantuvo inconmovibles a través
de los años. Trabajaba la tierra pero no con
miras a obtener grandes cosechas, sino como cumpliendo
con precepto bíblico. Manejaba el arado de manera,
siguiendo tranco a tranco el lento avance de la yunta
de bueyes uncida al yugo, que sin esfuerzo arrastraba
la reja que iba dejando la húmeda sobre el terreno,
hasta dar la simetría geométrica de los
surcos. Sembraba el maíz de " voleo"
y aguardaba el crecimiento de las chacras para hacer
la " almeada", que conformaba definitivamente
el surco sobre el cual crecería el chacral, enredado
sus tallos por las guías huecas y verde del infaltable
zapallar, sembrado bajo la sombra del cañaveral.
Don Nina también era domador y muchos
potros-cerriles de convirtieron en manso silloneros,
después que el gaucho seguro de sí mismo,
asentaba sus 120 kilos sobre el lomo del redomón,
que además de su peso sentía en la boca
la firme rudeza de su mano fuerte. Carneaba una res,
lo mismo que sobaba una lonja o trenzaba un lazo, para
dominar los animales que se elevaban del amplio predio
de la finca. Cierta vez en la Silleta, trataban dos
ganaderos sobre la compra venta de unas tamberas que
habían sido encerradas en el corral. Don Nina
observaba en silencio apoyado en el alambrado, mientras
apartaban los animales para apreciar la alzada y demás
características de cada uno. Llegó el
momento en que había que inmovilizar una tambera
y un peón armado de un lazo, se aprestó
a capturarla. Don Nina parsimoniosamente entró
al corral meneando la cabeza, al tiempo que decía:"
no hay que estropear los animales para esto, se los
para así...", y uniendo la acción
a la palabra, con una mano atrapó una tambera
tomándola de la cola y de un justo cimbrón
hizo detener en seco al animal, que quedo inmovilizado.
Su peso, su fuerza y su destreza, unidas así,
vencieron los trescientos kilos de la tambera, sin que
se notara en el rostro del gaucho el menor gesto que
denotara un esfuerzo exagerado.
Siempre le preocuparon los peones chilenos
que solían llegar desde el otro lado de la cordillera.
Despectivos, ociosos y borrachos, constituían
siempre un motivo de escándalo o de inquietud
entre el desperdigado vecindario. Cierta vez un grupo
de cuatro de estos individuos anduvieron cometiendo
tropelías por la zona. Don Nina se tragó
su rabia un tiempo, hasta que no pudo dominarse. Salió
a buscarlos y no tardó en encontrarlos. La situación
se aclaró unos quince días después,
lapso que se necesitó para que el revoltoso cuarteto
se repusiera de las contusiones y conmociones que sufriera,
cuando tratara de enfrentar a don Nina. Continuó
como siempre su vida campesina, solitaria y serena de
todas las jornadas de su vida de gaucho honesto, corajudo
y fuerte.
Los años no lo doblegaron, ni mostró
su silueta encorvada sobre el viejo apero salteño.
Fue algo rápido, la fatiga le comenzó
a agitar el pecho y sus movimientos obligadamente se
tornaron más lentos. Un día no pudo abandonar
el catre de tientos y quedó mirando el rayo de
sol que penetraba por la estrecha ventana triangular,
que el mismo abriera cuando levantó su rancho.
Allí expiró en silencio, sin quejas ni
lamentos.
El sepelio se hizo en el cementerio de La
Silleta a unos kilómetros de su rancho y el rústico
ataúd con sus restos, llegó hasta el camposanto,
en una carreta de bueyes que llevaba un verde cargamento
de sandías, que ese día asoleado sonde
iba despidiéndose el verano semejaron las coronas
de flores, que suelen acompañar el recorrido
fúnebre hacia la última morada del extinto.
FUENTE: CRONICA DEL NOA. SALTA,
06-03-1982