El Mono y el Loro siempre andaban juntos. No se trata este un par de protagonistas de una fábula campera, sino de dos personajes que tienen por escenario los callados y polvorientos callejones de El Galpón, allá en el límite donde comienza la selva del legendario departamento de Anta.
El dúo está unido por lazos familiares, pues son tío y sobrino que deambulaban juntos en busca de una changa, pues ambos se han declarado "trabajadores independientes", revelando una violenta aversión a los horarios de trabajo o a cualquier compromiso laboral. Surgen del fondo del pueblo, hoscos, callados, luego de haber eliminados los residuos vinicos de algún exceso, y acuciados por la necesidad salen en busca de una changa salvadora. Saben hacer de todo, en especial albañilería.
El dinero evidentemente no los atrae mucho, pues cuando juntan unos pesos, los suficientes como para comer algo y pasar largas horas enfrentado unos "vidrios", detienen sus esfuerzos, cobran sudorosos y sonrientes, y sin hacer mayores comentarios enfilan con paso seguro hacía algún boliche. Comienzan prudentemente pidiendo un "vasito" con cara sonriente al dueño del boliche.
La charla luego es más animada, y van levantando paulatinamente el tono de la voz, hasta que llega el momento en que comienzan a "desconocerse" y no son pocas las veces en que finalizan el encuentro con la luna ya alta en el cielo nocturno, al son de unas cachetadas, con lo que ponen el epílogo a la orgía sin sentido que alientan casi a diario. Después trabajosamente desaparecen en el recodo de alguna esquina y no vuelven a ser vistos en los callejones, hasta que nuevamente el hambre y los deseos de reiterar la "fiesta", los sacan en busca de una nueva changa.
Semi inconscientes han visto pasar la vida de El Galpón, gozando no hace mucho de un tiempo mejor, cuando la zona se había convertido en el centro arrocero del noroeste. El dinero corría por el pueblo, había changas en todos lados, y la gente andaba optimista y contenta, mientras los almaceneros y bolicheros, alegremente atendían sus negocios, que siempre mostraban gente apoyada en el mostrador esperando turno para ser atendida. El Mono y el Loro, en esos días estaban también alegres, pero no por la prosperidad general, sino por los valores vinílicos, que les llevaba indefectiblemente por la escalera del optimismo, la euforia, la tristeza, la agresividad, y finalmente al pesado sueño de anestesiados con que terminaba el monótono trasegar de la botella al estómago.
Con una carretilla acarrean mercadería, o bultos de una mudanza. Hay días en que muestran su habilidad para manejar el hacha, la azada, o también el pico y la pala. No les gustaba manejar un arado y recorrer, bajo el sol ardiente el potrero de extremo a extremo una y otra vez. Las changas tienen que ser más o menos breves, como para que no se cansen demasiado, poder cobrar pronto y hacer el clásico recorrido hasta el boliche. Cundo llegó el momento en que el arroz comenzó a no ser buen negocio en esa zona, no se dieron cuenta. Oían las quejas del vecindario sobre la falta de trabajo, como por la disminución del movimiento en los comercios en general.
El molino de arroz también se había paralizado, y numerosos obreros quedaron sin trabajo.
Así paso ese instante de verdadera incertidumbre, sin que el pintoresco dúo captara en toda su dimensión la tragedia social que los rodeaba.
La gente los mira pasar como algo perteneciente al pueblo, al ambiente, al paisaje, y hasta llegan a extrañarlos cuando no lo ven tambaleantes, caminado por los callejones, discutiendo con voz pastosa, algún problema imaginario que los valores del vino les despiertan en sus adormecidas conciencias.
Pero no eran solamente bebedores. Uno de ellos se destaca como excelente albañil, y el otro es un artista incomprendido. El Loro, el más gordo de los dos, cuando se acerca el carnaval le quita horas al vino para organizar la comparsa más importante del lugar, y cuando se pone el sol en las tardes de Momo, saltando, tocando un pito a intervalos regulares, lleva el compás con su pesada figura, llenando el lugar de "Cacique" de la comparsa, cuyas fatigas, como siempre, terminan en el oasis amigo de su boliche preferido.
FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 6 de diciembre de 1981.