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Biblioteca Atilio Cornejo

El Melero

Hubo en antiguas épocas de Salta un "marchante" como solían llamarle las amas de casa, que pacientemente ganaba su sustento con una labor que estaba ligada a la vida silvestre, casi salvaje, que ponía a disposición de cualquiera las riquezas naturales que representan la producción de los animales de la selva, o de los churcales hirsutos y agresivos.

En general la gente pobre de esta parte del país continuó practicando las costumbres que tenían desde antes de l a llegada de los conquistadores.

Estaban acostumbrados a vivir de lo que producía la naturaleza sin mayor esfuerzo de ellos. Los conquistadores le trajeron otras actividades, especialmente rurales, con la incorporación de vacunos, caballares, ovejas y caprinos, que rápidamente se reprodujeron en todo el territorio argentino. Las labores agrarias también se incorporaron de lleno y las encomiendas donde se hacinaban los indios vencidos, fueron transformando la fisonomía del valle, donde antes solamente crecían en el verano las altas chacras, desparramadas irregularmente, donde brotaban las mazorcas de maíz, principal grano que utilizaban como alimento los naturales.

De allí nacieron el "locro" y el "frangollo", platos provincianos que contaban con el aditamento español, que les dio el título de comidas criollas a estas realizaciones culinarias.

Pero junto a quienes se acostumbraron a la vida opresiva y ordenada de los conquistadores, continuaron viviendo aborígenes de espíritu rebelde, amantes de la libertad a cualquier precio. Entre este núcleo pacífico y paciente, estaba "El Melero".

El Melero vestía un pobre chiripá y sus aperos los fabricaba él mismo, con el cuero de animales que morían en el monte o en los potreros por cualquier causa. Andaba a paso lento, montado en una flaca cabalgadura y surgía siempre de entre la maraña del monte, portando su mercancía que era muy solicitada por las amas de casa de ese tiempo, que siguió a la guerra de la independencia, que se llenaba con el nombre de Güemes, y el relato de anecdóticas hazañas en las afueras de la ciudad, junto a los fogones fraternales que se encendían al caer la tarde y donde eran centro de la reunión, conversaciones simples y sabrosas, con que la gente pobre solía despedir la larga jornada de trabajo que había vivido.

El Melero aparecía en la época en que las abejas, los guancoiros y puisquillos, llenaban sus panales con el elaborado néctar de las flores silvestres de la campiña y del bosque, hosco y enmarañado, como si fuera una colosal melena india enredada y dura, que se rebelaba contra las costumbres que estaban alterando la vida tradicional de la tierra arrebatada. Entraba al monte al tranco lento, observando los árboles. Los duros quebrachos en cuyos troncos solían anidar los puisquillos, con su colmena de barro adherida a una rama que se extendía como brazo protector para dar fresca y tupida sombra.

Tenía en su mirada un extraño brillo que se quedaba quieto mirando largo rato la "bala" como se llamaba a este panal - luego comenzaba lentamente su tarea encendiendo una pequeña fogata que alimentaba con hojarasca seca, a la cual le iba agregando yuyos verde para obtener el humo. Este humo solía manejarlo con extraña habilidad, dirigiendo el mismo, hacia la colmena y logrando con ello la paulatina partida de los puisquillos, que en su apariencia de mosquitos, no alarmaban a los neófitos que ignoraban que podía picar lo mismo que una avispa.

Formando una nube zumbadora alejándose como buscando al audaz que los había molestado. Entonces El Melero, con movimientos pausados subía hasta las ramas altas, donde estaba el huso gris de barro apretado en panes delgados, y los despegaba con habilidad. Después lo colocaba en un tarro de lata que ponía en las alforjas andrajosas y continuaba su viaje. Para sacar la miel de los guncoiros, esos cascarudos perversos de grave picadura, con una ramita de "pichana" sentábase en cuclillas junto al agujero que en el suelo marcaba el lugar del nido, construido con una pequeña ánfora que llenan con una miel color azúcar quemada de exquisito sabor.

Con un palito hurgaba la boca de la cueva, y uno a uno salían los insectos enfurecidos que iba abatiendo con certeros golpes de la pequeña rama. Cuando terminaba de eliminar al último guancoiro, sacaba la pequeña olla cavando con su cuchillo y cuidadosamente la colocaba en un frasco de ancha boca.

El Melero se fue cuando los insecticidas terminaron con estas especies de abejas salvajes de nuestro campo, dando paso a otras golosinas que no tienen el sabor misterioso y salvaje de aquellas que traía el indio taciturno, aferrado a su libertad de antaño.

FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 05 de Mayo de 1982.


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