El
doctor Luis Güemes, directo descendiente el general
Martín Miguel de Güemes, fue un distinguido
ciudadano y eminente facultativo salteño, que
enalteció el nombre de su provincia, al colocarse
merced a sus méritos de galeno de alta capacidad
científica, entre los más destacados médicos
del mundo, durante la época en que actuó
como profesional del arte de curar.
Nació en Salta, donde cursó sus
primeros estudios y sus estudios secundarios, para luego
seguir estudios de medicina en París, como era
común en esos años de fines del siglo
19 y comienzos del actual.
Fue un hombre silencioso, de tez morena y aspecto
distraído, que solía desplazarse por las
aceras de su querida ciudad natal, como ensimismado
en lejanos pensamientos. Vestía generalmente
jaquet, con corbata de lazo, tocando su cabeza con el
clásico sombrero de copa que solían usar
los elegantes de la época.
Sus estudios, como sus conocimientos y enorme
capacidad deductiva, le hicieron un médico notable
cuyos aciertos causaban verdadero asombro, no solamente
entre el público, sino entre sus colegas de la
medicina.
Muchas anécdotas se cuentan de este
eminente profesional que fue atrapado en Buenos Aires,
donde el gran público acudía en busca
de salud a su sobrio consultorio. Trabajaba con un equipo
de destacados profesionales en la medicina, cada uno
especializado en una rama de la ciencia médica
y coordinando los conocimientos del grupo, daba a sus
pacientes el diagnóstico y tratamiento adecuados.
A
pesar de sus múltiples obligaciones, solía
llegar hasta Salta una vez por año, trayendo
consigo su ciencia para ponerla a disposición
de sus comprovincianos. También una vez al año
llegaba al Hotel Termas de Rosario de la Frontera, donde
tenía reservado todo un piso para poder pasar
unos días de descanso acompañado de los
suyos, ya que, de otra manera, le resultaba imposible
por el asedio constante de innumerables cantidad de
personas que requería su ayuda para recuperar
la salud. Efectuaba curaciones que a mucha gente le
sabían a milagro. Cuentan - por ejemplo - que
un invierno llegó al Hotel Termas, donde al bajar
a la planta baja, encontró a una anciana señora
conocida suya, postrada en una silla de ruedas. Acercóse
a saludarla y a inquirir sobre lo que le acontecía.
Explicóle la mujer que sufría una enfermedad
reumática, habiendo perdido el movimiento de
la mitad del cuerpo. Prescribiéndole una medicación
y baños termales. El doctor Güemes, luego
de escucharla y observarla, cambióle la medicación,
indicándole que continuara con los baños,
y que volviera el año siguiente para verla, puesto
que para entonces estaría curada. Medio incrédula
la señora siguió con las indicaciones,
y ante su propia sorpresa, recobró el movimiento
de la parte inferior de su cuerpo en un lapso de 15
días.
Un señor Ramos que vivía en Chicoana,
amante de la tierra y de las ciencias matemáticas,
contaba que un día sufrió un desmayo,
y al someterse a un examen médico le localizaron
un grave mal cardíaco, desahuciándoselo
prácticamente. Sabedor de que el doctor Güemes
llegaba a Salta, viajó a la ciudad donde localizó
la berlina de dos caballos en que se desplazaba. Dio
una propina al cochero para averiguar a donde se dirigiría,
y corrió a ese lugar, ocultándose en el
zaguán de la casa. Al llegar el doctor Güemes
salió de su escondite y poniéndose de
rodillas le suplicó que lo atendiera. Visiblemente
conmovido, el doctor Güemes le obligó a
ponerse de pie, y luego de hablar brevemente con él,
llamó a los médicos de su equipo a quienes
ordenó le confeccionaran un tratamiento referido
a alimentación y ejercicios. "Siga estas
instrucciones le dijo - y Ud. estará completamente
sano en unos 30 días”. Ramos contaba la
anécdota unos 25 años después de
ocurrido el suceso, y emocionado palpábase el
tórax y decía: " Este funciona gracias
a la generosidad y ciencia del doctor Güemes”.
Su fama se extendió por todo el mundo
y en círculos de París sosteníase
que había descubierto algo importante sobre funcionamiento
de glándulas internas, motejándoselo de
"santo egoísta" por qué - afirmaban
esos círculos - no divulgaba sus descubrimientos.
Nunca respondió a estos comentarios, continuando
incansablemente con su tarea interminable de investigador
y clínico.
Su vida fue una labor constante, inacabable.
Un día sintióse enfermo. Uno de sus médicos
le diagnosticó un cáncer que hacia tiempo
él sabía que lo estaba padeciendo. Cuando
el mal lo postró en el lecho, recomendó
que nadie lo medicara. "Quiero morir de mis propia
muerte, y no de la muerte que dan los médicos".
Dijo en esa oportunidad. No pasó mucho tiempo
cuando el implacable mal el cerró los ojos para
siempre.
Salta, y el país, la ciencia médica,
perdieron así a un hombre excepcional. Allá,
al otro lado del mar, en las instalaciones de la Sorbona,
se descubrió una gran placa en bajo relieve recordando
su nombre y su ciencia, en ese sitio por aquel entonces
era considerada la capital mundial de la ciencia.
FUENTE: Crónica
del NOA. Salta 13/02/1982
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