Nadie sabe de donde había venido con su estatura larga y delgada, donde lucían las formas de sus huesos bajo la piel, cual si quisiera salir hacia fuera. Escapaban estas formas angulosas de su ropa raída y sucia, que consistía en una camisa que lucía varios desgarrones, un pantalón que sujetaba con una corbata vieja, posiblemente negra en su momento, que hacía las veces de cinturón. Había comenzado la década de los años cuarenta cundo apareció descendiendo a pie por la cuesta del "Portezuelo", con rumbo a la ciudad por aquel entonces poblada por unos 60 mil habitantes, que comenzaban a agolparse en las villas improvisadas a los costados de la vieja capital, que durante mas de veinte años esa fecha, se había mantenido intacta dentro de sus límites urbanos, donde la construcción de una vivienda nueva, era poco menos que una noticia que merecía comentarse en todas las reuniones. El recién llegado mostraba en sus acciones, como en todos sus rasgos antropológicos, ser un habitante del hemisferio Norte. Posiblemente eslavo o caucásico. No hablaba castellano, balbuceando unas pocas palabras en este idioma.
La gente lo bautizó "Juancito", y comenzó a abrirle las puertas para ayudarlo. Todo su aspecto exhalaba bondad. Sus ojos azules desmesuradamente abiertos, daban la impresión de que vivía en un constante asombro. Al poco tiempo había logrado ubicarse en un oficio, tal vez nuevo para Salta, Se hizo algo así como "leñatero independiente".
Apareció por las calles con un carro endeble, construido en madera, probablemente de tablones desechados. Este carro -si así podía denominarse- era tirado por un caballo alazán, de crines doradas y andar cansino, que tenía mucho de parecido con su dueño.
No usaba sombrero, y al parecer le gustaba recibir de lleno los rayos del sol. Por la mañana al alba, dejaba su carro y su podenco al pie del cerro y ascendía por las cuestas, que por ese entonces todavía contaba con los cebiles que llenaban de sombras las laderas.
Hachaba con habilidad, haciendo pensar en faenas cumplidas en Suecia o Finlandia. Juntaba los trozos y los bajaba para ponerlos en su extraño vehículo de carga. Nunca subía al carro, lo llevaba tirando de la brida del caballo y así partía, primero al lugar donde vivía, donde hacía secar la leña y salía luego a venderla por las calles de la ciudad. Al principio no sabía que cobrar. Los clientes le fijaban el precio y muchas veces -cuando no todas- la propina superaba en mucho a lo pago en la carga de leña. Cada día que pasaba se lo notaba más contento. No podía saberse si prosperaba económicamente, porque su atuendo permanecía invariable, y nadie lo veía acudir a alguna fonda o taberna para comer o beber. Simplemente desaparecía de las calles cuando caía el sol y llegaban las primeras sombras de la noche. Su comercio lo ejercía preferentemente a la hora de la siesta, cuando no había casi tránsito en las calles. Iba de puerta en puerta ofreciendo su carga que en poco rato la colocaba, puesto que por esos años todavía se utilizaban las "cocinas económicas" alimentadas por leña, que se fabricaban aquí mismo, en la ciudad de Salta.
Nadie se preocupaba por la necesidad de preservar la flor del cerro San Bernardo y menos en su vecino el 20 de Febrero, los cuales constituían verdaderos filones para Juancito el leñatero silencioso y prudente -los más perversos- lo rebajaban de categoría afirmando que no era más que un "opa payo", que había llegado atraído por la fama de las higueras que todavía perduraban en las casas del centro. Pero los maldicientes no perturbaron la plácida seguridad en que se desenvolvía la monótona vida de Juancito. Nadie recuerda a ciencia cierta cuándo se esfumó del paisaje y las calles de Salta. Los acontecimientos que se precipitaron en la década de los años cuarenta, arrebataron el interés del público y el kerosén comenzaba a reemplazar a la leña en las cocinas salteñas. A su vez el cerro San Bernardo, como su geológico vecino 20 de Febrero, mostraban una "calvicie" alarmante, que no solamente fue motivada por las incursiones de Juancito, sino que también por la de muchos vecinos de los cerros, que durante años se abastecieron gratuitamente del combustible diario para atender las necesidades de hornos y cocinas. Juancito y su carro desaparecieron con una velocidad no prevista para su desplazamiento. Dejó el recuerdo de su presencia silenciosa, y del asombro permanente de sus grandes pupilas azules de gringo azorado, que miraron tantas casas salteñas hasta las intimidades domésticas de las cocinas a leña.
Fuente: "Crónica del Noa" -11/11/1981