Todos los niveles sociales de Salta, la igual que los pueblos del interior, han tenido - o tienen - personajes propios, que si bien no configuran la especial manera de ser de cada uno de estos grupos sociales, por lo menos los representan en alguna medida, de acuerdo a la trascendencia que el público da a las características del personaje. Los canillitas de Salta tuvieron a un representante - podría decirse - en unos de sus colegas, no el más vivaz precisamente, pero sí el que tenía una característica constante y que servía permanentemente como motivo de entretenimiento, sobre todo en las largas esperas junto a la editora de diarios, en esas horas interminables que preceden a las madrugadas.
Este personaje se lo conocía como "Gazeta", dicho sí con "zeta", porque era ceceoso y fundamentalmente opa. Opa auténtico pero incompleto, pues además de mostrar la ausencia de un coto, especie de escarapela biológica de esta casi extinguida grey, sabía ganarse la vida con su labor de canillita poco vivaz, que siempre llegaba al mediodía con la carga casi intacta de los diarios que había sacado para vender en la madrugada fría de todo el año.
Era de tez muy morena, rostro anguloso y estatura mediana. Flaco "ético"- como se calificaba a los muy delgados - las ropas de factura indescriptible, le colgaban del cuerpo como si su físico fuese nada más que una percha para las prendas con que se cubría y abrigaba. Hubo un tiempo en que se tocaba con una gorra de estilo ferroviario, de negra visera lustrosa y paño azul, que le apretaba contra el cráneo sus cabellos negros, impregnado de una grasitud capilar por encima de los niveles normales de la secreción natural de cualquier cuero cabelludo.
Su rostro, siempre afeitado en los lugares donde punteaban algunos pelos, mostraba un pequeño bigote a lo Hitler, que aumentaba sus detalles físicos, totalmente identificados con su opería crónica. Arrastrando los pies, encorvado y llevando uno de los diarios en la diestra, recorría incansable las calles de la ciudad ofreciendo su mercancía cargada de informaciones truculentas y trágicas. Entre los diarios que ofrecía se encontraba el popular matutino tucumano La Gaceta , de donde le vino el sobrenombre cuando voceaba.
Pronunciaba el nombre del diario tucumano con un acentuado ceceo, que además de llamar la atención movía a la hilaridad.
Las pullas lo seguían por todas partes, y en sus ojos tristes de bovino manso, llevaba reflejada la pena que le causaba ese trato que debía soportar en forma permanente, tanto de sus colegas de trabajo, como de personas desconocidas, que se tomaban la confianza de chichonearlo cuando les ofrecía el diario que llevaba en la mano. Sea como fuere, Gazeta se ganaba la vida con su propio esfuerzo, si descansar ni un solo día. Por las mañanas emergía de las sombras de las afueras de la ciudad, llegando de a poco, hacía los lugares de concentración de los canillitas para adquirir los diarios que más tarde vendería.
Esa espera era una verdadera tortura, pues los siempre avispados vendedores de diarios, mataban la espera haciéndole crueles bromas que a veces enrojecían de ira sus ojos apagados de tristeza. Después de la entrega de la edición, partía, apresurando el paso, hacía la calle, todavía silenciosa y con los tintes de la aurora, voceando en su media lengua el nombre de los diarios que llevaba colgando bajo el brazo izquierdo, a los que sujetaba con una ancha correa de cuero. Las horas pasaban y muy pocos diarios salían debajo de su brazo.
Las pullas iban en aumento a medida que avanzaba la mañana. Ya hacía el mediodía, caminado por mitad de la calzada al salir del centro, se encaminaba, siempre arrastrando sus pies, hacia el desconocido lugar donde estaba su domicilio, tal vez con una higuera, para solaz de su alma de opa de este valle donde se levanta la ciudad fundada por don Hernando hace unos cuatrocientos años. "Gazeta" nunca hizo mal a nadie y siempre le hacían algún mal.
Su desconfianza para con la gente lo llevó a un estado de ánimo especial, suprimiendo esta circunstancia la sonrisa de su rostro, siempre serio, curvado los labios en un rictus de enojo o sufrimiento. Siempre lucia igual, sin mostrar señales de envejecimiento. Tampoco cambiaba su atuendo, que parecía una prolongación de su personalidad. Cuando faltó a la cita en las editoras de diarios, pocos se dieron cuenta, y lamentaron no tener con que entretenerse esa mañana.
Fue esa su única y última ausencia, porque no retornó más. No había renegado del oficio que eligiera, simplemente, tal vez cansado de todo y todos, se fue de este mundo para llegar a un lugar donde nadie lo hiciera objeto de sus burlas cargadas de crueldad, que le amargaron sus días desde el momento en que comenzó a ganarse la vida por las calles de la ciudad.
FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 27 de diciembre de 1981.