Los
diablos de las comparsas en los carnavales de Salta
siempre tuvieron una gran importancia. Eran verdaderos
personajes anónimos que grandes y chicos aguardaban
ver, con temeroso respeto, durante las breves horas
de los corsos oficiales que circundaban la plaza 9 de
Julio en las noches, y recorrían a veces la calle
Florida en horas de la tarde. A fines de la Década
de los años 20, dos comparsas se disputaban la
supremacía carnavalera de la ciudad. Eran la
comparsa de los “Yaquelinos” y la de “Los
Piratas”. Lo jefes de los conjuntos y máscaras
satánicas espeluznaban a niños y viejas
por igual. La comparsa era una formación disciplinada
que marchaba en dos largas filas detrás del “diablo
coludo pata de engrudo”, como solían gritarle
los niños de aquellos años. La figura
ágil y saltarina del diablo marcaba la ruta de
los silenciosos integrantes del grupo. Vestido de rojo
de la cabeza a los pies, con una máscara mefistofélica,
donde se acentuaban los rasgos de maldad refinada del
rey de los infiernos, blandiendo un gran tridente de
madera, saltaba mientras soplaba un silbato, ejecutando
una danza con mucho de bailes indios surgidos de la
selva. La cabeza del diablo de los yaquelinos, terminaba
en una extraña corona de cristales rojos y azules,
firmemente sujetos a la cabeza del improvisado demonio.
La gente se dividía en dos bandos: los que admiraban
a los Yaquelinos y los seguidores de Los Piratas.
Y así, afirmando esta división,
tras la columna de integrantes de cada uno de los conjuntos,
se alineaban los “fans”, en su mayoría
chiquillos bulliciosos, que se sentían incorporados
de hecho al conjunto enmascarado que esperaban que aparezca
en las calles durante todos los días del año.
Frente al palco oficial, con gran despliegue de pitadas
estridentes, corridas y revuelos de la capa y el tridente,
el demonio mayor de la comparsa hacía detener
a sus seguidores, que formados en círculo iniciaban
una monótona danza y canto coral con reminiscencias
de baguala, mientras el diablo mayor no cesaba en sus
ágiles cabriolas que todos seguían con
asombro y entusiasmo. Cuando le tocaba el turno a Los
Piratas, se evidenciaba entre los diablos de las dos
comparsas. No había ninguno que igualara en porte
y elegancia para la improvisada danza guerrero-demoníaca,
el diablo yaquelino y la monotonía del conjunto,
llegaba a los bordes del aburrimiento. La rivalidad
fue creciendo año tras año, y junto con
ello se encendían los ánimos que llegaban
a las expresiones y actitudes belicosas. Se jugaba entonces
en los corsos con agua florida envasada en pomos de
plomo. Los galanes intercambiaban pequeños ramos
de flores con la dicharacheras mascaritas, que giraban
en torno a la plaza, en su mayoría vestidas de
colombina, sentadas muellemente en los coches de plaza,
cuyos jamelgos imperturbables, mantenían una
lenta marcha que los hacía aparecer como caballos
sonámbulos cuando se acercaban las doce de la
noche. La escena repetíase año tras año
sin mayores variantes, hasta que un intendente innovador
introdujo una reforma. Dispuso que ese año el
desfile nocturno de máscaras y comparsas se hiciera
en la “Boulevard Belgrano”. Apenas se iniciaron
los corsos, la plaza Belgrano se convirtió en
una especie de “aguantadero” de vendedores
clandestinos de vino y otras especies alcohólicas.
En cada paso por el lugar, tanto “Los Yaquelinos”
como “Los Piratas”, hacían un breve
alto para abrevar, echándose hacia atrás
las máscaras, y bebiendo largos sorbos de vino
de la botella, que centelleaba bajo las palmeras de
la plaza cuando la levantaban sobre la boca ávida
del bebedor. Bajaba el nivel de las botellas al mismo
ritmo que subían los ánimos de los integrantes
de las dos más importantes comparsas de la ciudad.
Los diablos bailaban frenéticamente,
cual si ejecutaran una danza guerrera, mientras los
diablejos, que solían bordear la comparsa, hacían
menudear los latigazos de su colas sobre los chicos
desprevenidos que se acercaban a las filas de disfrazados.
De pronto se desató la batahola. Alguien puso
una zancadilla al Satanás de los Yaquelinos,
que luego de un gracioso planeo con su capa desplegada
cual alas del rey de los infiernos, estrellóse
con su humanidad levantando una nube de polvo en el
impacto. Fue como una señal pues de inmediato
Piratas y yaquelinos intercambiaron con ardor garrotazos,
sopapos y puntapiés, mientras agentes de policía
y bomberos trataban de contener el tumulto. Finalmente,
con un saldo generoso de contusos terminó el
incidente en dependencias de la Central de Policía.
Se pidió a los medios de se entonces que disimularan
el hecho, por respeto al interés público
por el Carnaval. Pero todo fue inútil, la escasez
de noticias fue suplida por los detalles del incidente,
que se prolongaron durante una semana en las páginas
que se editaban en Salta. Fue como el epitafio de las
dos comparsas que nunca más volvieron a salir
a lucirse en los corsos cada año.
Fuente:
Crónica del NOA - Salta 22-11-1981.