La
Celestina –así a secas- es todavía
una de esas criollas excepcionales que por propia gravitación,
ocupó un lugar destacado, aunque casi oculto,
dentro de lo que era la vida de Salta entre los 20 y
40. Durante este lapso recorrió un camino lleno
de altibajos y en una ascendente escala de progreso,
el que comenzó allá al filo del monte,
por el departamento de Metán.
Fue hija de una familia criolla. De esas familias
muy católicas que vivían sobre ascuas
ante el temor de la aparición de la indiada que,
cuando ella era niña, salía de la espesura
caminando desde el Chaco, para cometer actos de cruel
vandalismo en los ranchos que encontraban a su paso.
Así fue como su gente se acercó a la casa
grande –a la sala- de la finca Santa Elena, que
se levantaba como un castillo defensivo en las avanzadas
de la civilización en aquellos años. Allí
aprendió las costumbres de la gran aldea, y el
empleo de todos los elementos con que se elaboraban
los manjares criollos. En el enorme caserón,
junto a el ama de casa, diligente e incansable, aprendió
con ávido interés todos los secretos de
la cocina. No paró allí su aprendizaje,
pues aprendió a faenar corderos, chivitos y lechones,
con los que preparaba manjares incomparables, en una
rara y hábil combinación de escasos elementos.
Lo mejor que salieron de sus manos fueron las empanadas
salteñas. Era un manjar excepcional, pocas veces
gustado y visto, pues sus empanadas comenzaban por tener
una presentación elegante, con un especial aroma
que cautivaba. Su sabor fue algo que con su alejamiento
de Salta, se perdió quedando solamente el recuerdo
de sus verdaderas obras de arte culinarias.
La Celestina era una criolla de carácter
decidido, que así como manejaba los secretos
de la cocina, era capaz de ensillar un potro y dominarlo
con facilidad y firmeza. Corría el año
1927, cuando trabajaba como cocinera en una casa de
familia de la localidad de Cerrillos. Era un día
sábado por la tarde, y la dueña de casa
le previno que al día siguiente llegarían
a almorzar, y pasar el día una veintena de invitados
desde la ciudad. Faenó un cordero y lechón,
y los colgó, para que se oreen, de las ramas
de un añoso algarrobo que se levantaba en el
medio de un gran patio de tierra y césped.
Por la noche sintió un ruido extraño,
y jadear de perros. Levantándose prestamente,
y al llegar a la galería de la amplia casona,
vio con horror, alumbrados por la luna, unos perros
hambrientos que llevaban a la rastra el lechón
y el cordero. En vano trató de asustarlos. Instantes
después, desaparecidos los perros, reinaba una
enervante quietud en el agradable lugar. Prestamente
vistiese y fue hasta un corral donde había quedado
de “nochera” una yegua chúcara todavía.
Sin muchos preámbulos la ató al palenque
y la ensilló. Subió al animal que dio
unos corcovos, y salió al callejón. Así
anduvo hasta cerca de las “Tres acequias”,
donde vivían unos granjeros. Despertó
a los moradores y les compró un cordero y un
lechón, los “manió”, a ambos,
y los colocó en la grupa.
La yegua intentó unos corcovos pero
la dominó, y regresó a marcha pareja hasta
la casa. Descargó el cerdo y el cordero y largó
la yegua en el corral. Faenó a los animales para
que oreen, y quedó de guardia bajo las ramas
del algarrobo. A la mañana, cuando ya había
órdenes, había comenzado a hacer las deliciosas
empanadas que sabía elaborar. Los hornos mostraban
lenguas de llamas que calentaban su interior, donde
se cocerían lechones y empanadas. Otro fuego
se preparaba para asar el cordero. Las demás
mujeres de la casa bajo sus directas órdenes,
cumplían afanoso trajín, preparando salsas,
frangollo y otros manjares y postres vernáculos
de aquellos años. Cuando se fueron los invitados
ya caía el sol. El ama de casa la notó
cansada, y le preguntó qué le sucedía.
Entonces riéndose, contó los pormenores
de su aventura doméstica, explicando al final:
“Para que le iba a afligir señora, si no
sacaba nada. Más bien lo hice y todo salió
bien”.
Años más tarde se fue a Buenos
Aires, donde sus empanadas le significaron una pequeña
fortuna: Finalmente retornó a su inolvidable
Metán, donde ahora, cargada de años y
recuerdos, debe de estar memorando esos tiempos mozos
de su juventud gaucha y franca, que le mostró
como arquetipo de las criollas de antes de nuestra tierra.
FUENTE: Crónica
del NOA. 29-XII-1981