Corrían los primeros años de la década del cuarenta. Las noticias sobre los acontecimientos bélicos en Europa, dividían las opiniones entre anglófilos y los germanófilos. Pero todos se apenaban por Francia que había caído bajo los embates nazis, legiones a las que se consideraba poseedoras de un misterioso poderío.
Los cafés de llenaban de estos comentarios, y surgían los estrategos y tácticos improvisados, que a los más ingenuos mantenían en vilo, vaticinando desastres, glorias y calamidades.
El Cabezón solía formar parte - en segunda fila - de estos foros que se integraban en improvisadas peñas céntricas. Pero todavía los sucesos que estaban cambiando la orientación mundial, no conmovían a la Salta que conservaba la tranquilidad de sus siestas provincianas, que salían lentas y suavemente dormidas, desde la terminación de la centuria del ochocientos.
El Cabezón era un hombre ya casi maduro, pero tenía un alma juvenil con vibraciones artísticas. Su cabeza, más propia para un acromegálico, estaba cubierta por una escasa mata de pelos lacios, que cuidadosamente pegaba al cráneo con abundante "gomina". Era de tez morena y corazón de hombre bueno. Cuando sonreía, surgía una oscuridad diablesca en su enorme boca, donde solamente existían dos colmillos superiores de gran tamaño.
Parecía un hombre bueno con los caninos de Lucifer. Trataba de vestir como solía ser costumbre en esos años, en que todos los salteños lucían un terno, usaban chambergo de fieltro, cuello bien planchado y corbata de colores moderados. Pero su pobreza lo limitaba a un ambo que debió pertenecer a un hombre corpulento y alto, pues el viejo casimir le colgaba en arrugas donde, según los dictados de la moda, debía estar entallado.
Hablaba cuando lo creía oportuno, y con tono doctoral decía un disparate pronunciando con elegante voz impostada. Su debilidad era el tango. Lo sentía como una pena prestada que le daba un motivo para su vida interior. Era un verdadero "artista" que había creado su mundo interior dentro de los rítmicos compases de la orquesta de Juan D`Arienzo, y soñaba lánguidamente con los acordes suaves y armónicos de al "típica" de don Osvaldo Fresedo. Cuando anunciaba que se proponía dedicar un tango, cantando a "lo Gardel", para el grupo que frecuentaba, todos lanzaban exclamaciones de fingido espanto, y confundido, con un gesto de desilusión que le obligaba a eclipsar sus enormes y solitarios caninos, cerraba su boca de bagre hambriento, quedándose en silencio, escuchando con pena el resto de las charlas, cuyo contenido ya no alcanzaba a comprender.
Por ese tiempo comenzaron a llegar los "Colmaos". Ese espectáculo genuinamente español que había hecho furor en Buenos Aires. La Sociedad Española fue la primera entidad que construyó un amplio escenario para hacer llegar a Salta este espectáculo, genuinamente peninsular. Los empresarios propiciantes del evento hispánico temían un fracaso en esta tierra llena de tradiciones criollas, y de violentas anécdotas "anti -godas". Pero llegó el primer "Colmao".
Era el comienzo del verano y la noche cálida invitaba a concurrir al espectáculo que se ofrecía a cielo descubierto. Se habían puesto mesas y preferentemente se expendía "manzanilla", el fresco vino español, que llegó como una novedad en esos días. La penumbra aumentó cuando se encendieron las candilejas y los primeros artistas, iluminados desde abajo, iniciaron las airosas danzas de excitantes giros y heroica melodía, que conforman el folklore hispánico.
Una explosión de aplausos reveló del despertar del ancestro peninsular en todo Salta, y El Cabezón sintióse un poco triste, porque en ello venía algo asís como una cachetada para el tango. Pero poco después llegaron otros espectáculos, donde podían actuar aficionados. Vino uno que se denominaba "La tijera Parisién". Allí debutaban los aficionados, y si no despertaba el interés del público, un encapuchado armado de una gigantesca tijera de madera, desalojaba del escenario al debutante.
El Cabezón apareció en ese espectáculo para cantar un tango, por supuesto. Con una mano en el bolsillo del pantalón, abrió la enorme boca lanzando con bronca voz la primera nota, que salió cohibida de entre colmillos "luzbélicos". Al instante se posesionó del tema, bramando la letra del tango, pero con una melodía que poco tenía con la original.
La implacable tijera de palo cerróse sobre su cuello. Abrió los ojos con espanto, y caminó sumiso hacia la salida del escenario, aturdido por el coro infernal de carcajadas, conque la crueldad del público le cantó el réquiem a sus inquietudes líricas.
Desde aquella noche, nadie volvió a verlo al Cabezón.
FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 18 de abril de 1982.