Salta
siempre tuvo personajes muy especiales que integraban,
podría decirse, algo así como la ecología
folclórica que siempre estuvo presente en todos
los detalles de su historia. Las costumbres “civilizada”
que invadieron el terruño desde el lejano puerto
de Buenos Aires, aunque fueron adoptadas fervorosamente
por la mayoría de quienes se sentían “elegantes”,
mostraban siempre el ribete regional, casi siempre representando
por la alba sonrisa del opa de la casa, complemento
inseparable de las familias calificadas de acomodadas.
Pero también había opas libres, una especie
de opas que obraban “opas independientes”,
que por propio carisma, pasaban de ser propiedad directa
del afecto burlón del pueblo. Estas especies
casi humanas, fueron desapareciendo del paisaje, y de
las calles, desde hace mucho tiempo, pues el poeta Nicolás
López Isasmendi, a comienzos de siglo, denunciaba
la extinción de este conglomerado, diciendo en
una cuarteta:...y el progreso francamente mató
un opa cada día, al principio fue el tranvía
después el agua corriente". Entre los últimos
opas de trascendencia en el Valle de Lerma, figuró
en primera línea, hasta no hace muchos años,
el conocido como "caballo' i palo". Al sobrenombre
lo había ganado por su delirio permanente de
ser un eximio jinete, de diestra mano para dominar potros
salvajes, o briosos corceles, que imaginaba cabalgar,
mientras hacía extrañas cabriolas enhorquetado
en un modesto palo de escoba, provisto de unos tientos
que hacían de rienda. Era flaco, vestido con
ropa muy holgada -como que provenía de personas
de mayor talla- y sobre todo muy raída, con bolsillos
caídos por el uso y el tiempo, terminando el
atuendo en un pantalón enrollado en su parte
inferior, por demasiado largos.
Sus pies estaban calzados por un par de ojotas,
elaboradas con trozos de cubiertas viejas de algún
automóvil digno de un museo. Vivía “en
algún rincón” de Cerrillos, seguramente
cerca de una higuera, árbol que ejerció
siempre atracción sobre los opas. Con las primeras
luces del día sobretodo en verano y primavera,
se le veía aparecer por la calle principal, cabalgando
su palo de escoba, al que le daba “talerasos”,
chupando con los labios como hacían los domadores
para azuzar sus cabalgaduras. Gustábale hacer
una minuciosa exhibición de “destreza gaucha”,
ante el ómnibus que esperaba llenar sus asientos
con pasajeros del pueblo. Galopaba, saltaba, sofrenaba
su corcel y jadeante y baboso, miraba de soslayo a su
improvisado público, para recibir una muestra
de aprobación o de aplauso. Entre risas lo alentaban
con expresiones gauchas, animándolo a continuar
con su incansable faena. Indudablemente Caballo’i
Palo no era un opa diligente. No hacía los “mandaos”
con cronométrica regularidad como era costumbre
inveterada de sus congéneres. Era una especie
de “opa andante”, cual caballero de la legendaria
Tabla Redonda. Más de una vez entusiasmado por
las voces de aliento de algún desaprensivo pasajero
del ómnibus, “galopó” por
el camino tratando de alcanzar la nube de polvo que
dejaba el pesado vehículo en su viaje. Y horas
más tarde, extenuado, con la boca entreabierta,
aparecía en el acceso a la ciudad, donde en la
vieja esquina del “Gato Negro”, algún
paisano caritativo le hacía gustar el sabor dulce
y fresco de una “chinchibirra”.
Su regreso a su desconocido cubil, debe haber
sido un esfuerzo penoso, cruel, que cumplía por
sobre su agotamiento, impelido por el instinto tenaz
que lo hacía volver, como auténtico opa
que era, al lugar donde aviase fijado su residencia.
Y así, desafiando lluvias, vientos o frío,
poco a poco se acercaba a su destino, muchas veces atacado
por perros que pululaban en los caminos durante las
apacibles noches de luna. Después de eclipsarse
un par de días, reaparecía con su brioso
“caballo” caracoleando por la calle principal
de Cerrillos, animoso, sonriente, dispuesto a comenzar
una nueva jornada de aventuras al galope agotador de
sus ojotas. A medida que transcurría el tiempo,
disminuía el radio de sus andanzas. Más
de una vez algún chofer del ómnibus, compadecido
del opa Exhausto, que lo miraba con los ojos húmedos
de angustia, hacíalo subir al vehículo
y lo desembarcaba antes de entrar en el pueblo.
Finalmente andaba solo por los callejones
cerrillados, hasta que una noche partió a su
último rodeo, seguramente montado en su extraño
Pegaso de palo, que lo llevaría a las alturas
porque, después de todo era bienaventurado destinado
por gracia divina a morar en el Reino de los Cielos.
Fuente:
Crónica del NOA - Salta 07-11-1981.