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Biblioteca Atilio Cornejo

El Aparecido

La gente de nuestro campo es supersticiosa y creyente, tal vez por ese eclecticismo místico que le viene de los ritos paganos indígenas y de la religión católica traída por los conquistadores españoles. La prédica de los misioneros siempre hablaba de los misterios y esta palabra, o mejor dicho este concepto, es el más aceptado por esta gente proclive al temor de Dios, a lo desconocido. Las sombras siempre traen la incertidumbre y desde el comienzo de la historia el hombre se protegió de ella con la lumbre de una fogata. A través de las tinieblas avanzaban silenciosos grandes saurios carnívoros u otras especies del nacimiento de la vida en el planeta y formaron esa base de miedo a la oscuridad que perdura aún en todas las civilizaciones. Todo ello converge en la mentalidad crédula y humilde de esa gente ruda, honesta y valiente para afrontar los hechos reales de la vida, pero temerosa y lábil ante los hechos desconocidos que comienzan en el límite final de la vida y en donde la muerte se asoma en personajes inconsútiles, cuya imagen de terror la concibe la imaginación de cada uno. Decimos esto porque las creencias o especial estado de ánimo dieron lugar a muchos sucesos cruentos, injustos, que han quedado ocultos entre las quebradas inmutables de los cerros y montañas, como también por el silencio de la gente que veía en estos hechos un “caso” que no estaba ligado a este mundo sino que había surgido de las sombras tenebrosas de un más allá sombrío y amenazante que suele amedrentar todavía desde la salamanca.

Hace ya varios años, había un gaucho fuerte como pocos, entrado en los cuarenta años, que se llamaba don Sinforoso. Rudo, dotado de una fuerza física por sobre lo normal, solía dominar en las laderas a toros embravecidos o a potros indomables, hasta el momento en que él los en lazaba y los montaba para dominarlos. Nunca dio señales de temor a nada y su aspecto franco y altivo a la vez revelaba su condición de auténtico señor de la tierra guardiana de tradiciones. Un sábado a la tarde, cuando ya comenzaba a soplar el frío de los vientos de otoño, llegó hasta el lejano almacén de ramos generales, cuya ventana era una especie de faro en la oscuridad de la quebrada, que comenzaba a dormirse arrullada por la monotonía del canto de alguna langosta verde y de los chilicotes que todavía no desaparecían del paisaje apabullados por las heladas invernales. Don Sinforoso desmontó ante la puerta del almacén entrecerrada, ató su caballo aflojándole la cincha y entró al lugar. Había vecinos, todos hombres de campo, que comentaban la desgracia de la comadre Jacinta, que tenía un hijo “falto” que ya era “maltoncito”. El almacenero –español como suele ocurrir- afirmaba que el chango era “pilético”, y que no había caso, pues sólo podía paliar la situación una resignación cristiana. Corrieron los vasos de vino, mientras la atmósfera del recinto se cargaba de humo y de una tibieza antihigiénica que obligaba a alargar la tertulia. Uno comentó sobre la aparición de la “mulánima”, y que en la quebrada cercana, al dar vuelta en torno al cerro, aparecía un duende que era la imagen viva de Mandinga. Se contaron muchos casos, unos milagrosos y otros espeluznantes, al término de los cuales la concurrencia guardaba un prolongado silencio, como si cada uno de los parroquianos tomara tiempo para reconstruir en la imaginación los detalles horripilantes del último acto de estas tragedias cargadas de misterio y de olor a azufre. En un momento dado, don Sinforoso, ya acuciado por el sueño, levantóse de su silla despidiéndose, mientras le respondían con reproches por su ida y pedidos que se quedara un rato más. El aire frío de la noche le despejó los vahos del vino, montó en su caballo y al “marchao” emprendió el regreso a su rancho, ubicado más allá de la curva del cerro de la quebrada.

Cuando llegó a este punto recordó que no había vuelto a ajustar la cincha. Desmontó y tiró de los corriones apretando el apero contra el lomo del animal. Un estremecimiento, un relincho contenido del caballo le pusieron en guardia. Miró por sobre el hombro y allí estaba. Era la figura del duende demoníaco de que le habían hablado en el almacén. Empuñó el rebenque de Tiento crudo y su recio brazo lo manejó con brutal certeza, chasqueando los tientos sobre la figura que daba saltos grotescos y gritos guturales semisalvajes. No cesó el gaucho de castigar a la aparición, hasta que ésta corrió hacia la oscuridad alejándose de su víctima. Montó su caballo que mantuvo agarrado del bozal, y sudoroso, agitado, se santiguó y partió al galope hacia su rancho. Al día siguiente por la mañana vio junto al cerro de la quebrada a unos policías. Se acercó a curiosear y uno le dijo: “Alguien lo ha muerto al hijo “falto” de doña Jacinta. Parece que fue a lonjazos”. Don Sinforoso agachó la cabeza y al tranco lento marchó hacia la comisaría.

Fuente: Crónica del NOA. Salta. 10- IV- 1981

 

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