La
historia de Tartagal es un poco la historia de su gente.
De esa gente que lo formó con su esfuerzo, con
su trabajo agobiador y con una esperanza silenciosa
que la mantuvo en esa lejana frontera, como esperando
se produzca la transformación del lugar, que
fue hostil bajo los calores del subtrópico, con
su eterno aislamiento y la agresividad natural de su
fauna.
Durante varios años era una zona dormida
sobre su propia riqueza, hasta que paulatinamente ésta
fue aflorando al conjuro del esfuerzo humano que pugnaba
con transformarla en riqueza real.
La frontera daba mucho que pensar en la aventura,
y la selva enhiesta mostraba su riqueza maderera inexplotada
por largas centurias.
Don Diego Amat había nacido en España,
en Almería. Sus padres, su familia toda, dedicándose
a la agricultura con ese tesón que exige la tierra
árida que corría hasta las blancas laderas
del Guadarrama, con sus rocas de granito blanco reflejando
el sol.
Un hermano suyo había emigrado a Argentina
y le escribía instándole a viajar a "este
país desconocido y distante", que sin él
saberlo lo estaba aguardando. Un buen día lió
sus petates y embarcóse en busca de su hermano
Isidro. Don Diego llegó al muelle de Buenos Aires,
y apenas pudo hacerlo se encaminó rumbo a Salta.
Llegó a la ciudad, que le mostraba la arquitectura
familiar de su tierra, y quedó en silencio, prendado
de ella, de sus gentes, de la hospitalidad que notaba
a cada instante y del paisaje que le llenaba los ojos.
Comenzó como visitante de la tienda La Mundial,
de los hermanos Fernández, y salió hacia
el interior. Viajaba por tren y descendía en
todas las estaciones. Así conoció "el
ramal”, que todavía se estaba construyendo
en busca de la frontera con Bolivia. A lo largo de las
paralelas metálicas iban surgiendo pueblos que
mostraban sus techos de chapa metálica, que atrapaban
el agobiante calor. Ya se había comenzado a abatir
cedros y robles, y en el bosque chirriaban las sierras
de los primeros aserraderos.
Tartagal lo recibió con sus casas de
tablones y acequias corriendo sobre las veredas. Allí
conoció el primitivo hotel Espinillo. Tratábase
de un "comedero", levantado por don Francisco
Skoda para atender al personal que trabajaba en la construcción
de la línea férrea. Allí comió
más de una vez y, a pesar de venir de una zona
templada de Europa notó algo que lo atraía
en ese rincón todavía semisalvaje, donde
se esforzaban por hacer fortuna rápidamente.
Corría el año 1939 y la guerra
mundial que abrasaba Europa cerró las importaciones.
Había ya por esos años unos 2 mil hombres
trabajando en YPF, y la falta de caucho abrió
una posibilidad de aventura sobre la frontera con Bolivia.
Comenzó a dinamizarse rápidamente la vida
en ese rincón del monte y se abrió la
primera fábrica de madera terciada del continente
sudamericano.
Don Francisco Skoda tenía un hotel en
la ciudad de Salta y le ofreció a Don Diego el
Espinillo en 14 mil pesos, pagaderos en cuotas en cuotas.
Aceptó el trato y firmó documentos. Fueron
los únicos que suscribió en su vida. Comenzó
a construir piezas y a aditar comodidades al hotel,
que fue creciendo al mismo ritmo de la ciudad. En pocos
años era un verdadero oasis para quienes visitaban
el lugar.
Silencioso, de mirada triste, permanentemente
recorría su hotel, pendiente de las necesidades
de sus huéspedes. Preocupábase por el
progreso cultural del medio y ayudó a fundar
y poner en funcionamiento la Escuela de Comercio de
Tartagal.
Su vida era ejemplo de probidad cristiana y
su conducta sirvió de permanente guía
a los vecinos del pueblo, que escuchaban con respeto
sus consejos. Su hotel adquirió fama y en sus
habitaciones se alojaron personales como el canciller
Saavedra Lamas, el general Perón y su esposa
Eva Duarte, el hermano de Juan Carlos I de Borbón
y los presidentes Ortiz, Frondizi, Illia, Lanusse y
Onganía.
Vio crecer y progresar Tartagal, la ciudad
nerviosa e impaciente del Norte de Salta. Don Diego
se afinco en serio desde que llegó a nuestra
provincia, pues nunca salió de sus límites.
Quedó atrapado por la geografía, el clima
y las costumbres, como por el porvenir había
logrado materializar en esta tierra generosa, que recompensó
su rectitud y su humanitaria bondad. Vio
evolucionar instituciones pro él auspiciadas,
como el Círculo Argentino, el club San Martín,
el Hogar de Ancianos y la Biblioteca Alberdi.
Falleció satisfecho de haber cumplido
con un deber que habíase impuesto a sí
mismo, dejando un ejemplo y un sincero dolor entre los
vecinos. El partió con su bondad, llevándose
una inmensa carga de recuerdos.
FUENTE: Crónica
del NOA 19/07/1982.