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Dn. Adolfo Cajal

Por los años 1892 más o menos, era conocido en Metán don Adolfo. No era un vecino más del pueblo que quedaba inserto en el camino que conducía desde Tucumán a Salta. Todavía se comentaban en el lugar las trágicas alternativas de la muerte de Avellaneda, bajo las dagas federales.

Don Adolfo llegaba de lejos, desde París, donde había permanecido por espacio de varios años. Sucedía que era hijo de un rico hacendado español que envió a su hijo a educarse en España y París. A su muerte apareció el heredero desde esas lejanas comarcas, trayendo con él las elegantes costumbres de la " bella epoque", en boga por aquellos años en el viejo y eterno París de siempre.

Había heredado una gran extensión de tierra además de cuantiosa fortuna, trasladándose hasta este rincón argentino a tomar posesión de sus bienes. Una extensa finca, que llevaba la denominación de "Santa Elena", fue la heredad que eligió para asentar el centro de su fundo. Allí construyó una enorme casa al estilo de al época, que prácticamente constituía un castillo almenado donde, además de la familia del propietario, había galpones para la peonada, cocina y comedor para todos los servidores, un gran sótano, una panadería a cargo de las mujeres, todo rodeado por una elevada pared de adobe, a manera de grueso murallón. Por aquellos años bajaban las tribus rebeldes desde la selva inmediata, ya había que contener la invasión bárbara a tiros de fusil, hasta que llegara algún auxilio.

Era un hombre de maneras finas y de vasta cultura. Vestía elegantemente con sus ropas traídas de Europa, y viajaba diariamente hasta el pueblo en una especie de berlina, que tenía el curioso nombre de "Eulalia". De temperamento señorial y carácter generoso, periodicamente reunía en su solar a las personas espectables del lugar, como de la ciudad de Salta, en pantagruélicos banquetes donde corría el champaña francés constantemente. Su explotación agropecuaria contaba con un sector ganadero amplio, y una boscosa que se aprovechaba paulatinamente, ya sea para combustible como para alimentar un aserradero y las carpinterías de la zona.

El principal cultivo de su finca era el maíz, y a veces el trigo. La vida se deslizaba en una monotonía constante, sin que nada altere las tradicionales costumbres del lugar, que se prolongaban desde la época de la colonia. Él anunció de la construcción de la línea ferroviaria, que estaba tendiendo el Estado, revolucionó a Metán. La gente encontró bien remunerado trabajo en éstas obras, que venía tendiendo puentes, abriendo caminos, y construyendo terraplenes por donde paulatinamente se extendían las paralelas de hierro. La línea había comenzado a construirse desde Tucumán.

Los bosques de quebrachos eran abatidos a golpes de hacha para proveer de durmientes al Ferrocarril, la gente, en tono entusiasta y febril, hablaba del progreso que traería consigo el transporte ferroviario. Nuevos barrios se levantaban en Metán, y los ejecutivos de la obra eran recibidos como verdaderos bienhechores.

Don Adolfo, de espíritu romántico y generoso, resolvió apoyar la obra que consideraba de capital importancia, regalando las tierras de su propiedad, por donde pasaría la línea férrea, cuyo destino era la ciudad de Salta. Las primeras locomotoras llegaban haciendo conocer sus poderosos bufidos y estridencia de sus silvatos, a la población que se agolpaban en el lugar donde hoy se levanta la que por ese entonces era una estación en plena construcción. El comercio moviase cada vez mayor y mejor ritmo. Y la prosperidad parecía llegar empujada por esta exhibición de progreso.

Súbitamente todos pasaron horas de angustia mirando el cielo cuando el Cometa Halley llenó el firmamento con su cola luminosa. Fue un alto en ese tiempo, que hizo retornar a los metanenses al culto cristiano, un tanto olvidado ante la vorágine del progreso que los había arrebatado. Los Ferrocarriles anunciaron que en reconocimiento a la donación de don Adolfo, una de las estaciones que se construía sobre las tierras por él regaladas, llevaría su nombre. Al poco tiempo, luego de un banquete que ofreciera en su finca, cayó fulminado por un derrame cerebral. Pocas horas después expiraba entre los suyos, dejando un angustioso vacío en su casona y en todo el departamento.

Meses después terminó en las tierras que donara , y el olvido se hizo presente, cuando todos, atónitos, vieron que ese edificio llevaba el nombre de "Scheidewind", un ingeniero alemán que trabajó en la obra. Los restos de don Adolfo Cajal, descansan en la necrópolis de Metán.

FUENTE: Crónica del Noa, Salta, 03-06-1981

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